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Wilson Alonzo. La pobreza como atractivo turístico.

por Carlos Dragonné

Eran 6:20 de la mañana y estábamos tomando un vuelo que nos dejó a las 8 en el calor de la ciudad blanca y, de ahí, arriba de una camioneta que sería casi nuestro cuarto de hotel por las próximas horas con una agenda tan saturada que ni al evento de gala pudimos llegar peinados. Pero a veces así son las coberturas. Ir, correr, tomar la foto, medio ver la experiencia, medio entender, hacer tres preguntas, volver, correr a lo que sigue, tomar dos fotos más, un video… Pero hay algo en lo que hicimos en Halachó, un pueblo a unas dos horas de Mérida de lo que me urge levantar la voz por algo que hacemos en México y que tenemos que parar. Necesitamos dejar de explotar los círculos y ciclos de la pobreza en aras de un turismo pintoresco. Pero Wilson Alonzo no está pensando en eso.

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Wilson Alonzo, un cocinero que dice que hace pib.

Me gustaría decirles que el premio The Best Chef 2023 Promesa del Futuro para Wilson Alonzo tiene sentido. No lo sé. Si yo fuera uno de los jueces, sin duda no lo merece. Pero afortunadamente para él y su naciente colección de palmarés, nadie en los misteriosos pasillos de los mismos 20 que premian a los mismos de siempre me ha llamado.

Pero más que él y lo que pueda opinar de una experiencia de masterclass en la que vas al mercado, compras ingredientes, juegas a cocinar en equipos de kínder Mi Alegría, te sientas a comer algo completamente ajeno de lo que cocinaste y te quedas esperando el plato estrella, hay un tema más complicado y que no es responsabilidad ni del cocinero que no planea tiempos, ni de la secretaría que intenta mostrar espacios o de la fundación que impulsar, con mucho trabajo, la presencia de sus figuras. El problema, como siempre, somos nosotros, los viajeros.

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La explotación de la pobreza.

El tour a Halachó empezó por uno de los mercados mas paupérrimos que me haya tocado ver en muchos años. Claro… hubo quien quiso justificar que “llegamos tarde” y que las cosas se habían acabado, como si no conociéramos la dinámica de los mercados. Y más en plenos días de celebraciones patronales. La pobreza tiene un patrón que te invade todos los sentidos. La pobreza extrema, lo único que hace, es mostrarlos más como una herida abierta.

En esos pasillos que huelen a carencia, Wilson Alonzo se pasea para comprar un polvo de sikil pak aquí, unas calabacitas endémicas acá, tres pollos por allá… Y es un recorrido que se hace cada pasillo más pesado, porque cada paso es una inevitable muestra de lo que le hemos fallado a nuestras comunidades rurales. Ahí vemos dejar una derrama económica de unos $1,500 pesos aproximadamente, repartidos, por supuesto en cuatro puestos distintos.

No falta, por supuesto, la invasiva foto de más de 25 cronistas de la culinaria a cuanto personaje está en el mercado, como si su mera presencia en el eje de nuestro lente nos hiciera propietarios de su imagen y derechohabientes de su sonrisa. “La fotografía nos sirve para contar”, dice uno de los fotógrafos que dispara sin control y pide que posen viendo a un lado, luego a otro, luego a ningún espacio en particular. Y al terminar, los fotógrafos sonríen y se van, sin dejar nada más que la sensación de haber robado imágenes que no se si merecían.

El restaurante, la experiencia, la decepción de Halachó.

Salgo del mercado sabiendo que esta experiencia es una más de las que tenemos que mejorar, sustentar y convertir en algo integral. Hay algo urgente en la necesidad de reconocer a las comunidades indígenas en el ciclo del turismo. Pero lo que no estamos entendiendo es que seguimos usándolas como props ornamentales en lugar de como fuente de conocimiento. No deben seguir siendo la nota de color por sus huipiles y bordados, sino el telar fundamental del que nosotros aprendemos a leer los puntos y trazados que nos conectan a todos tras la espectacularidad de los hilos de colores.

Me subí a la camioneta sabiendo que apenas hubimos uno o dos que gastamos algo en ese templo de pobreza. A menos que me equivoque, sólo quien suscribe lo hizo como intercambio equivalente por fotografías tomadas. Pero algo me da el escuchar los disparos de cámaras ajenas como en alfombra roja mientras la voz de algunos hace eco intentando negociarle el costo de una bolsita de semillas, un mole en polvo o una salsa artesanal.

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Halachó tiene una posible promesa en Wilson Alonzo. ¿Puede cumplirla?

En Ya’axche, el restaurante de Wilson Alonzo nos reciben con un desayuno frugal y la promesa de un fuego en donde haremos, en equipo, entre los más de 25 participantes, un Pollo al Pib —compramos el pollo, fue la cuenta más cara en el mercado— una preparación clásica de la cocina yucateca. “¿No haremos cochinita?”, pregunta con cierta decepción uno de los asistentes. Claro que no, para hacer una tendríamos que esperar unas 8 o 9 horas de experiencia.

Incluso, quienes sabemos cómo es el juego, entendemos que el pollo que enterramos y al que prendimos fuego no será el que probemos porque, como en toda la buena cocina, lo que vale necesita su tiempo. Así que en lo que otros hacen salsas, antojitos y otras cosas al fuego, en el romanticismo de los comales de barro sobre fuego de leña, me siento a platicar con otros dos que entienden que en experiencias de este estilo, menos manos significa más eficiencia.

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Los costos y la indignación en Halachó. Sólo hay un ganador aquí.

Pero soy un alma curiosa. Empiezo a preguntar por aquí y por allá. Veo el costo promedio del restaurante, con platillos que encuentras en prácticamente cualquier lado. Salbutes, Panuchos, Empanaditas, Sopa de Lima, Cochinita, Pollo Pib… No hay alcohol, salvo cerveza, así que el costo no cambia sustancialmente. Unos 550-650 por persona dependiendo de lo que consumas. 780 si le sumas al promedio alto el 20% de propina. No está mal. No para la península y comunidades remotas. Cansado estoy de gente creyendo que porque está lejos tiene que valer como cocina económica y no valora el esfuerzo de tradiciones y productos que estos lugares tienen.

Sigo preguntando. La masterclassotra vez esa maldita palabra que en pandemia se convirtió en el último gran truco para estafar a los incautos— tiene un costo de $1,800 pesos por persona. Y sí, como en cualquier caso en que Secretarías, Fideicomisos, Consejos o cualquier entidad encargada de promover la actividad turística de un lugar, la experiencia se pagó. Claro. En estas comunidades no pueden darse el lujo de regalar nada. Pero, entonces, surge mi pregunta y mi incomodidad más fuerte. 25 participantes (creo que éramos más, pero cerrémoslo en 25) por 1,800 nos da un total de 45,000 pesos. Entonces productores, vendedores, marchantes y, honestamente, la mitad narrativa de la experiencia, recibió algo así como el 4% de lo que se pagó.

Y antes de que vengan a decirme que los beneficios de que nosotros, como medios de comunicación, contemos que esto existe e impulsemos a viajeros venir… antes de todo eso, repitamos: 4% para quienes, además de todo, terminaron hasta dando su imagen como figuras decorativas de una narrativa que, de los 25, al menos 23 les puedo asegurar que no preguntaron ni sus nombres. De permiso para usar sus fotos en las centrales de revistas, en las historias para los likes o demás… de eso ya ni hablamos.

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El pib que nunca fue. O cómo perderse el truco de la magia de la televisión.

Desde que era niño recuerdo ver en la televisión programas de recetas en los que, al momento de hornear, pasar a la estufa o refrigerador, siempre había algo listo ya para presentar. Incluso muchos conductores se burlaban de “la magia de la televisión”, para poder cerrar sus recetas con algo ya hecho. Es una cuestión de practicidad. Creo que Wilson Alonzo no veía los mismos programas que yo.

El pollo al pib nunca llegó a la mesa porque “tenemos que irnos, no estuvo listo, no tenemos tiempo de esperarlo”. Entonces a conformarnos con una sopa de lima —bastante mediocre, lo que me parece imperdonable en Yucatán, no sólo en sabor, sino en producto, porque el pollo, ese mismo que llevaba colgado en el mercado de la pantomima de la pobreza, estaba duro como zapato—, una salsa preparada por los colegas que sí se remangaron las camisas y le dieron al fogón y un recado negro con unas tortillas que sólo me hicieron pensar en que el molino y nixtamal en Ya’axche está de decoración, porque las tortillas saben mejor en cualquier tortillería cerca de mi casa. Sí… ni las tortillas estaban bien.

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Los problemas de callarnos ante la explotación de la pobreza.

Estamos acostumbrados a callar, a dar las gracias porque nos hicieron el favor de invitarnos a un evento, a callar los errores y esperar “que el próximo año mejoren”. Llevan 5 años en esta administración. Y hay mucho de qué hablar para aplaudir la gestión de Michelle Friedman en turismo. Es más… hay mucho para decir “me calló la boca a base de resultados”. Pero esta actividad desnuda algo que no controla en Sefotur más que en la agenda y sus tiempos.

Desnuda a un mercado de viajeros que está dispuesto a ignorar la rueda de la pobreza, la explotación de la carencia y que parece inmune a las lecciones que nos tienen que dar comunidades ancestrales. Pone de manifiesto a un turista que se niega a reconocer que son “culturas ancestrales” más allá de usar ese binomio como cierre de un discurso político. Porque ahí están ellos en el mercado vendiéndonos, dándonos la calabaza, la zanahoria, la papaya. Pero los olvidamos en segundos.

Ah, pero seremos siempre los del complejo de héroe.

El turista siempre siente que llega para “salvarlos”. Salvarlos comprando la masterclass de un cocinero que, desde dentro, se convence que está cambiando las cosas aunque sólo gana su entorno directo y celebra premios otorgados por una comunidad de cocineros que no pisará Yucatán jamás. Porque de esa lista hablaremos después, pero es un hecho que de nada sirve a Doña Lucy a vender más o menos cilantro salvaje de la región y que no sirve para que Alberto tenga más de un pedazo de cerdo en una carnicería que, quizá, algún día vio mejores cortes colgados de un gancho que hoy solo representa el gancho de pobreza del que no puede salir.

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Pero, eso sí, Wilson Alonzo puede pasearse por Halachó con el flamante pedazo de cristal y el logotipo de “The Best Chef” mientras otra horda de periodistas intenta llenar las páginas sobre él y su defensa de productos autóctonos y recetas tradicionales… Ojalá alguno me llegue a contar un día qué tal sabía el Pib, porque dejamos preparándose el pollo para el siguiente grupo de 20 o más con los mismos ingredientes. Aunque como no incluía visita al mercado, asumo ya no era masterclass, sino experiencia Ya’axche y esa cuesta sólo $800 pesos. Que nadie diga que en la península no se maximiza el recurso. Aunque no sea en las zonas que el turismo responsable demandaría.

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