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L’Atelier de Joël Robuchon: La repetición de la grandeza.

por Carlos Dragonné
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Por: Carlos Dragonné

¿Cómo cierra uno una semana que ha sido casi perfecta? ¿Cómo puede uno irse a dormir sabiendo que el camino recién recorrido es la mejor decisión tomada? Cuando planeo una nueva odisea, comer se convierte en una apuesta. Aunque tengo que admitir que en esta ocasión hice un poco de trampa porque la apuesta era segura y de antemano tenía garantizada la victoria. Además, ¿cuántas veces puedes asegurar que ganas la apuesta en la ciudad del pecado? Bienvenidos a Las Vegas. Hoy cené, de nuevo y como cada que regreso, en L’Atelier.

Cuando un cocinero te toca el alma con su grandeza, lo único por hacer es agradecer la buena suerte. Hace cinco años tuve la suerte de conocer a Joël Robuchon, absoluto maestro de la cocina francesa y quien representa la dignidad de una profesión y la humildad que pocos genios alcanzan. Platiqué, lloré, aprendí y sonreí a su lado en lo que fue una plática que tenía que durar 20 minutos y terminó durando más de dos horas.

Juan Moll estuvo ahí. La mano derecha del maestro, en medio de las carcajadas y con el sentido del humor que lo hace único. Cerramos una noche que terminó marcando una amistad separada por kilómetros de distancia y viajes que hacen complicado coincidir en alguna ciudad, pero admiración profunda por un trabajo que él y Philip Braun, bajo la guía de Robuchon, han ido extendiendo a cada rincón del mundo posible.

Cinco años después sabía que quería cerrar un viaje junto a ella, mi cómplice culinaria, además de vida y de aventuras, en el lugar que nos hizo llorar a través de los sabores hace tanto tiempo y que definió que habríamos de recorrer todas las mesas posibles con el hambre inagotable de aprender de las visiones de cada uno de quienes están detrás de la estufa.

Así entré a L’Atelier en el MGM Grand, dispuesto a cerrar los ojos y dejarme llevar por el nuevo menú de Jimmy Lisnard, nueva cabeza del lugar, con una herencia culinaria impresionante y que a sus 31 años de edad no sólo tiene la responsabilidad de tomar las riendas de un lugar con una estrella Michelin -una de las 31 que posee el llamado Chef del Siglo-, sino de hacer honor a las enseñanzas de su madre, la primera maestra culinaria en Francia y cimentar su propio camino rumbo a la grandeza.

Jimmy sonríe mientras nos empieza a contar su historia y entiendo que estos momentos no los planeo yo, sino que parecen planeados desde mucho antes porque no creo en las coincidencias y en aquella primera noche, hace cinco años, en la que conocí la cocina de Joël Robuchon en el restaurante insignia con tres estrellas Michelin, justo al lado de L’Atelier, Jimmy estaba tras bambalinas, en la cocina, siguiendo las instrucciones del maestro y mandando los platos que terminaban en mi mesa.

Sonreí ante la anécdota mientras llegaba plato tras plato de un menú de degustación que engrandece el concepto de alta cocina que trajo de regreso a Robuchon de su retiro y que se multiplica en varios países para beneplácito de quienes andamos con el paladar como brújula de ciudad en ciudad.

Un menú que va cambiando constantemente para satisfacer a clientes que repiten constantemente -incluso locales que una vez por semana cruzan las puertas- es lo que Jimmy Lisnard ha logrado hacer con una disciplina que caracteriza a quienes han pasado por las cocinas de este maestro. Porque la maestría se alcanza trabajando y sorteanod estaciones y retos constantes, no estancados en la misma posición.

Por eso hay días en que desde los practicantes hasta el propio Lisnard rotan en parrilla, en cocina fría o en la estación final de una cocina que se mueve con la armonía de una coreografía practicada y perfeccionada hasta el último detalle. Desde los aperitivos que abren la noche hasta el postre que ven pasar las horas sentados en la barra y que sirven como punto culminante de una noche de celebración, voy comprendiendo el por qué este nombre representa tanto en la gastronomía mundial.

«La obsesión por el detalle y la perfección en cada servicio rige la pasión aquí. Es imposible no aprender teniendo tal ejemplo de grandeza «, me dice Lisnard tras recordar una anécdota de un servicio ofrecido en el que de cientos de platos hubo uno al que le faltaba un detalle mínimo que podía pasar desapercibido a los ojos de muchos, pero no a los ojos del gran maestro de la cocina francesa.

L'Atelier

Esa obsesión y aprendizaje las sientes en el Amuse-Bouche y en el postre. En la constante repetición del servicio perfecto y el maridaje. «No se me ocurre un mejor lugar para estar. Es haber vuelto a casa», dice Lisnard recordando su paso por la cocina de junto y su partida a Chicago para después escuchar que había una nueva oportunidad en el lugar donde se concentra todo lo que ha considerado como parte de él.

L'Atelier

Cuando salgo y camino entre el ruido del casino del MGM Grand logro aislar las ideas para intentar responder cómo ha sido posible que cada noche sea una nueva experiencia a pesar de todas las veces que he tenido la suerte de sentarme en estas mesas, viendo la cocina abierta de L’Atelier. Joël Robuchon me dijo una vez que, para él, partir el pan era el símbolo más grande de amor que recordaba de su madre en la Francia de la postguerra. Y entonces la miro a ella, mi compañera de aventuras que puede dejar escapar sin miramientos una lágrima al probar el último bocado de un postre perfecto, y me fijo que lleva una bolsa de papel con el logotipo de L’Atelier en donde guarda un pequeño tesoro: mantequilla y una hogaza de pan. Porque el amor profundo a una cocina magistral nace siempre de los detalles más simples.

L'Atelier

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