Por Carlos Dragonné @carlosdragonne
Cuando uno asiste a una cata de vinos, sabe más o menos qué esperar de lo que está por probar. Es una cuestión de predisposición a las uvas que nos van a servir o a la región de donde es originario el vino que nos ofrecen y, a partir de ahí, navegamos en un escenario de aromas conocidos buscando ese valor agregado que le de a la noche algo para ser recordada. Por supuesto, en ocasiones no pasa esto y terminamos la velada con un sabor de boca intrascendente o, en el peor de los casos, buscando cualquier cosa que nos quite la mala experiencia. También sucede, la mayor parte de los intentos, afortunadamente, en que salimos con botellas para tener en casa, agradecidos con la cata y con el agregado de una nueva etiqueta para nuestra cava personal. Sin embargo, seguimos yendo de cata en cata buscando esa noche en que todo puede cambiar y en la que, al final, nos sentimos parte de algo único y bendecidos con la suerte de haber encontrado algo que no conocíamos y, mejor aún, para lo que no estábamos listos. Déjenme contarles sobre esa noche.
Jueves, aún con la ciudad medianamente vacía por el periodo vacacional de la semana de Pascua, adentrarse en Polanco no se ve como un escenario apocalíptico, sino como una buena oportunidad de volver a cruzar las puertas de uno de mis lugares favoritos en el DF: La Glutonnerie, del siempre sorprendente Miguel Ángel Cooley, donde los sabores de su carta son una garantía. No había pasado más de una semana de mi última visita en la que, como siempre, su terraza había sido un santuario para abrir mi libreta y escribir un libro que tengo pendiente y que cada día va tomando más forma. Así que cuando me invitaron a una Cata de Elvio Cogno pactada a las 8 de la noche, la idea de llegar a las 6 de la tarde, pedir un buen te y esperar a que avanzara el reloj me pareció el mejor pretexto para detener actividades y dedicarme a mi en un día cualquiera.
Y, como tal, puntualmente a las 8 de la noche bajé al primer piso donde se llevaría a cabo la degustación. Roberto Curiel se ha dado a la tarea de traer a México bodegas y etiquetas que le dejen algo al comensal más allá de un brindis. Se ha esforzado por buscar lo que podemos denominar como experiencias sin que esto suene exagerado. Y es así como dio con Valter Fissore, dueño de la bodega Elvio Cogno, enclavada en uno de los escenarios que están en mi lista de viajes pendientes: Novello, Italia, en el área de Piamonte, donde el verdadero Nebbiolo nace. Curiel tiene un punto cuando dice que Fissore es el pequeño genio detrás de todo. Un hombre joven que responde rápidamente con un brillo en la mirada que recuerda perfecto el 2 de noviembre de 1984, el día en que cosechó la primera uva de su vida. Dueño y empresario del vino (que no siempre es lo mismo), en una bodega que está catalogada por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad debido a su arquitectura, Valter ha decidido llevar al máximo las enseñanzas de Elvio Cogno, su suegro y ha tomado la batuta como cuarta generación de maestros del vino en esta zona.
Pero para lograr eso se debe tener una idea clara: no ofrecer lo que otros ofrecen, sino destacar no sólo por el vino sino por la búsqueda de la trascendencia. Y es aquí cuando nos ataca el primer vino de la noche. ¿Cuándo fue la última vez que probaron una uva nueva? Hacíamos cuentas con Miguel Ángel, Roberto y varios de los invitados a la mesa (todos sommeliers, haciéndome el único no dedicado al mundo del vino entre los afortunados invitados) y llegábamos a la conclusión de que, al año, abríamos en promedio más de mil quinientas botellas, ellos, y unas doscientas botellas alguien como yo que sólo toma el sacacorchos para disfrutar y no como parte de mi profesión. Y ahí estábamos todos, a punto de probar una uva que no conocíamos, que nunca habíamos probado y que, por poco, nadie habría probado de no ser por Valter Fissore.
La uva Nascetta practicamente estaba desparecida. A pesar de que hace 300 años fue una uva popular y que había manuscritos que mencionaban bastante de ella, la producción de la uva Nascetta fue desapareciendo conforme pasaron los años hasta que un día, en una villa, Valter probó la que se convertiría en una de las misiones principales de Elvio Cogno: rescatar esta uva autóctona de la región de Novello. Le tomó cerca de 10 años sacar la primera producción de 800 botellas, pero todo habría de cambiar a partir de ahí pues otros productores se unieron para que hoy, tras haber casi perdido la uva, se ha logrado rescatar y producir una buena cantidad de botellas de Langue Nascetta di Novello Anas-Cetta DOC, un vino blanco con una acidez interesante, toques de durazno y cítricos que, además, se metió en una danza casi perfecta con la ensalada de King Crab que el Chef Said Padilla preparó para la ocasión. En boca el vino jugaba con su untuosidad al tiempo que se combinaba perfecto con el sabor a mantequilla del platillo seleccionado. Así comenzó una cata que nos llevaría a Italia y de vuelta, en un recorrido por lo extraordinario.
Valter Fissore dejó en claro un tema con sus vinos mientras nos contaba sobre la siguiente botella de la noche. Cogno hace vinos naturales y responsables con el proceso y la región. Sabedor de lo que está sucediendo y cómo puede aportar su granito de uva (porque de arena es muy común), está buscando la denominación “Bio” con la misión de dejar algo más en su paso por los viñedos. “A mi no me interesa la denominación ‘bio’ para vender más vino. Me interesa para que mi hija pueda saber que hicimos las cosas bien. Yo hago vinos naturales” nos dice. Claro, “muchos dicen eso” como parte de su estrategia, podrán decirme. Pero después de haber probado un vino de una uva casi perdida, empezaba a convencerme del asunto. Y sólo le tomó la siguiente copa para entender que estaba ante algo real, auténtico e irrepetible.
Barbera d’Alba Pre-Phylloxera es, como su nombre lo dice para los conocedores, un vino especial. La filoxera está considerada como la plaga más devastadora de la viticultura mundial. En 1879 llegó a Italia tras más de 16 años de haber sido detectada en Europa y se propagó por toda la región, matando cuanta uva puedan ustedes imaginar. Es, por decirlo de alguna manera, el enemigo número uno de la vid y la pesadilla de todos quienes se aventuran al mundo del vino. Ahora imaginen que pueden tomar un vino Pre-filoxera. Es decir, un vino de las viñas que existían antes de la llegada de este bicho y que aún se mantiene con vida en un espacio de apenas cuatro mil metros cuadrados. Por ello, el Barbera d’Alba es un vino que tiene más de 120 años de historia en sus vides y de las cuales apenas se pueden producir 1,600 botellas cada año, de las que sólo entre 60 y 90 llegan a México. Así, con esa información, la verdad es que quería alargar lo más humanamente posible los tragos en mi copa para disfrutar al máximo ese vino con tonos de ciruela, leche quemada, pasa y madera de roble. Además, se siente un gusto herbal como alcanfor y una nota especiada a pimienta. Un trago con una intensidad impresionante que, honestamente, pensé que devoraría al Risotto de Azafrán y Pulpo que mandó a la mesa el Chef y que, para mi sorpresa, se fundió de manera increíble con lo que estábamos comiendo. Una vez más, el vino frente a mi se apuntaba como una verdadera experiencia que trasciende el tiempo y, romanticismo aparte, nunca mejor dicha la frase.
“Es un sueño hacer Barolo” nos dijo Valter mientras presentaba el siguiente par de vinos. Y los presentó juntos porque los dos serían maridados con el mismo platillo. Un Rib Eye con Morillas Fritas y un Mil Hojas de Portobello dejó en claro algo que, como saben, siempre he dicho: hay cocineros en esta ciudad que no tienen la proyección que se merecen y, en ocasiones, perdemos tiempo admirando a los mismos dos o tres de siempre. Pero Said Padilla es de esos que, tras sus fogones, crean magia en cada platillo y que, además, saben cómo comunicar esa magia en cada bocado. Para esta delicia de platillo, los vinos fueron un Barolo Ravera DOCG y un Barolo Riserva Vigna Elena DOCG. El primero con tonos de miel, higo, menta eucalipto y pan se acomoda tras su identidad a madera y sus explosiones de pimienta para jugar con la carne cocinada a la perfección. Me tomé la libertad de comer una de las morillas fritas, sola, sin nada que interrumpiera el sabor tostado de mi hongo favorito y, después, dar un trago al Ravera que me llevó por el camino del vino que nos sirvieron y que le dio la razón al sommelier Marcos Flores cuando definió al Barolo como “Vino de reyes y el Rey de los vinos”. Después, me adentré en el Vigna Elena para descubrir frutos negros, frambuesa, eucalipto y anís en su barrica de madera. Hubo un momento en que me dio la sensación de orégano en boca y que con el mil hojas de portobello en el plato pareció ponerse de acuerdo para darnos ese paseo de sabores incomparables que se quedan en la memoria por más tiempo del que puedan imaginarse.
Llegó el postre, un Cheesecake de Coco emulando a una Piña Colada y con una Salsa Inglesa de Vainilla y con ello, dejamos que la noche se diluyera con los recuerdos en boca de lo que acabábamos de probar. Entre risas, pláticas y la unanimidad de haber sido parte de algo increíble, dejamos que se terminara el vino entre brindis y agradecimientos. Y es que pocas veces uno se sabe parte de algo indescriptible como esa noche en La Glutonnerie, donde los vinos no sólo fueron el motivo de una reunión, sino la prueba de que, aunque parezca casi imposible, sí existen quienes hacen el vino para volverse historia al mismo tiempo que la escriben. Eso es Valter Fissore, un productor de vino que decidió dejar una huella. No puedo hablar por el escenario global del vino, pero sí puedo asegurarles que en mi, la huella se ha convertido en imborrable.
¿Sabían que hay una iniciativa para introducir la educación del vino en las escuelas de Italia? Pueden leer por aquí la historia.