Viajar por Estados Unidos en tiempos de Trump.

No se puede hablar de viajar por Estados Unidos, ni escribir sobre sus paisajes o su gente, sin que la política se cuele por las rendijas del relato. Cada día, alguna de las quince absurdas declaraciones que salen de la Casa Blanca nos empujan a mirar hacia otros horizontes, a elegir otros países para invertir el presupuesto, para descansar, para creer. Por eso, cuando un amigo me preguntó si, después del IPW, haría algún otro viaje, y respondí que recorrería el tramo entre Chicago y St. Louis de la histórica Ruta 66, me miró con una mezcla de sorpresa y desaprobación contenida. Como si hubiera confesado un pecado.

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No lo culpo. Vivimos tiempos ásperos. El nacionalismo extremo, la rabia contenida, la sensación de que este país se desmorona entre tuits y gritos, puede justificar la negativa a caminar sus caminos. Pero recuerdo una discusión, años atrás, cuando el niño-hombre de la oficina oval estaba a punto de sentarse detrás del escritorio Resolute. Defendí, con más terquedad que lógica quizá, que no podíamos definir la mitología de un país entero por la miseria moral de un individuo. Que había que separar al monstruo de la maquinaria, al oportunista del espíritu colectivo. Vivimos tiempos en que el romanticismo de The West Wing de Aaron Sorkin está perdido entre tufos de la peor pesadilla de House of Cards pero en versión de muy bajo presupuesto.

Viajar por Estados Unidos después de elecciones

Hoy, en el imaginario colectivo y en la lucha del discurso diario se ha vuelto más difícil recomendar destinos dentro de Estados Unidos. No sólo por lo político, sino por lo simbólico. Las elecciones de 2024 tiñeron casi cada rincón del mapa de rojo. Incluso en Illinois, estado que presume de progresista, la victoria del gobernador Pritzker fue apenas sostenida por el peso demográfico de Chicago y su periferia. Fuera de ese núcleo, cada pueblo, cada condado, cada rincón que cruzamos rumbo a Springfield respira un conservadurismo que se cuela en los carteles, en las conversaciones al paso, en los silencios incómodos. Se cumple, una vez más, aquella máxima que dice que las ciudades eligen gobernadores, pero son los pueblos quienes eligen presidentes.

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Cozy Dog Drive In no es un lugar más en el mapa. Es una especie de santuario en miniatura a esa América profunda, donde la nostalgia, la Segunda Enmienda y la identidad nacional se sirven con mostaza y se fríen en aceite. Es el templo del corn dog, sí, pero también del recuerdo idealizado de un país que algunos sueñan recuperar. Mientras disfruto de esa mezcla imposible de grasa, historia y carretera, escucho, a unas mesas de distancia, las risas burlonas de colegas extranjeros. Argentinos, hindúes, británicos. Se ríen de los botones de Ross Perot, de las placas con consignas armamentistas, de las frases gastadas que parecen salidas de un libreto mal escrito. Se ríen sin entender. O sin querer entender.

Veteranos, la memoria y el recuerdo al viajar por Estados Unidos.

En la mesa a mi lado está Frank. Un hombre de unos ochenta años, piel curtida y la mirada atiborrada y casi nublada por la memoria. No que no recuerde. Sino que parece que no quiere recordar. Lleva una gorra con insignias militares. Le ayuda a levantarse su hija, Maggie. Cuando el periodista británico lanza su juicio altanero diciendo que es “la imagen perfecta de la propaganda MAGA”, siento cómo algo se revuelve dentro. Porque Maggie puede ser republicana, sí. Pero es, sobre todo, la hija de un hombre que peleó una guerra en Vietnam que ese periodista apenas tiene en su imaginario como escenas de películas mal hechas o romantizadas.

¿Qué va a saber él de valor de un hombre que día con día se vuelve a vestir con lo que él llamaría parafernalia pero quienes reconocemos los hechos llamamos parches de honor? Ese valor de un hombre que ignora la sorna de quien ignora todo lo demás es suficiente para que su voz, su historia, su presencia, valgan más que cualquier burla de salón.

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Ahí estamos. Él y yo. En mesas contiguas, en mundos casi opuestos, separados por décadas y por ideas, pero unidos por un momento. Me acerco, le pregunto si podemos tomarnos una foto. Él sonríe. Le agradezco por su servicio. Le digo que admiro su valor, aunque nuestras visiones del mundo no sean las mismas. Él asiente, me aprieta la mano, con esa fuerza que sólo tienen los hombres que ya lo han visto todo. Y por un instante, en medio del ruido, no hay política. No hay bandos. Sólo dos personas que deciden compartir un gesto. Él, agradecido de sentirse visto. Yo, honrado de encontrar humanidad en donde muchos sólo ven un enemigo.

El nuevo turismo no parece ser para descubrir. Debería ser para descubrirnos.

A veces pienso que el turismo contemporáneo ha sido secuestrado por el algoritmo del desprecio. Viajamos con prejuicios de importación, con la pose lista para la selfie y el juicio enlatado. Viajamos creyendo que conocer es consumir. Que basta con posar frente a un mural para haber entendido una ciudad. Que basta con pronunciar “América” en tono despectivo para tener la razón. Pero conocer implica incomodarse. Sentarse a escuchar a Frank. Preguntarse por qué lleva esa gorra. Por qué vuelve, una y otra vez, a este pequeño local junto a la ruta que ha marcado a una ciudad y que, además, presume sus banderas dobladas y miembros de estrella dorada en sus paredes.

Springfield no es sólo la capital de Illinois. Es el corazón simbólico de un país que aún lucha por entenderse. Aquí vivió Lincoln. Es aquí donde ejerció como abogado. Aquí propuso la idea de que una nación no podía sostenerse dividida. Fue en estas calles donde la inspiración tomó forma de palabras, y las palabras de visión política. Fue desde aquí que la fuerza moral de Lincoln terminó transformándose en la Decimotercera Enmienda. Este fue el terreno donde se sembró la idea de que todos los hombres nacen libres y deben permanecer así. Aquí, en estas tierras, se modeló el ethos que hoy, aún tambaleante, intenta definir a Estados Unidos.

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El museo de Lincoln. Una parada obligatoria en Illinois.

Cruzar las puertas del museo de Lincoln es adentrarse en una visión de país que no teme a los ideales. Es un recordatorio de que la democracia no es un accidente, sino una construcción constante. Annut Coeptis dice la frase que se coloca por encima de la pirámide en el billete de 1 dólar y con el ojo de la providencia observando se ha hecho una realidad que se traduce a “La providencia favorece nuestras empresas”. Porque Estados Unidos —como nosotros también y, espero, todos— estamos en constante construcción y en la búsqueda de la mejor versión de nosotros mismos. De ahí que cuando uno camina por el museo de Lincoln y se encuentra la vitrina del discurso de Gettysburg, lo que se observa puede ser tinta sobre papel, pero lo que se lee es la brújula moral de una nación entera: “Este gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra.” Es una promesa. Una deuda. Es una exigencia.

Springfield es, también, el lugar donde esas promesas se mantienen.

Porque 144 años después, a la sombra del Capitolio Viejo donde Lincoln solía ejercer como abogado, otro hijo pródigo de Illinois dio un paso hacia la historia. Barack Obama, en 2007, desde su escalinata, pronunció palabras que aún resuenan: “Fue aquí, en Springfield, donde confluyen el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, donde recordé la decencia esencial del pueblo estadounidense, donde llegué a creer que, a través de esta decencia, podemos construir una América más esperanzadora”. Esa decencia esencial. Esa posibilidad de tender la mano. De compartir una mesa con Frank. De mirarnos y decir: no somos iguales, pero eso no nos impide reconocernos. Es ahí donde reside la verdadera fuerza de este país: en su capacidad de mirar al futuro sin negar su pasado. En entender que los sueños comunes aún pueden sobreponerse a los miedos compartidos.

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El dilema de viajar por Estados Unidos en 2025 y más adelante.

Me enfrento a un dilema real: ¿es ético promover destinos turísticos en este país, ahora? ¿Es responsable sugerir a un viajero que explore lugares donde, dependiendo del color de su piel, su acento o su identidad, podría encontrarse con una experiencia hostil? Yo mismo he puesto límites. Me he negado a trabajar con destinos en Florida. Me he retirado de reuniones donde sabía que no podía, honestamente, construir nada. Porque sí, viajar también es un acto político.

Pero entonces pienso en Frank. En su gorra y su sonrisa sincera. En la foto que nos tomamos juntos. Y me repito que viajar, al final, es construir puentes. Es buscar humanidad donde otros ven enemigos. Es elegir ver al otro no como amenaza, sino como historia. Como una posibilidad. Como parte de ese mismo país de 330 millones que, por un segundo, puede volver a creer en algo compartido.

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Y así, caminando por Monroe, con la voz de Obama aún resonando en mi memoria, entiendo algo más: que viajar, incluso aquí, incluso ahora, sigue siendo un acto de esperanza. Porque no viajamos sólo para conocer el mundo, sino para reconocernos en él. Para desafiar nuestras propias ideas. Para compartir una mesa con un desconocido y descubrir que, a pesar de todo, podemos reír juntos.

La esperanza del futuro de viajar a Estados Unidos.

Obama, en New Hampshire, lo dijo con claridad: “Nunca ha habido nada falso acerca de la esperanza.”

Viajar es esperar. Es creer. Desafiar el miedo. Entender que no estamos solos. Que entre la polarización, las elecciones, los discursos vacíos y las batallas culturales, siguen existiendo personas como Frank, como Maggie, como tantos otros que construyen, cada día, la parte silenciosa pero vital de esta nación.

Y por eso seguimos viajando. Porque sí, claro que podemos.


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