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Playas de Tijuana. El muro se pierde en el mar donde empieza la patria.

por Carlos Dragonné

“Aquí empieza la patria”, dice en muchos lugares de Tijuana. Estuve, de hecho, a punto de comprarme una playera con esa frase. El punto más al norte y el cruce fronterizo más importante de México es, por mucho, una ciudad que se ha ido construyendo a partir de la llegada de muchos y de la resistencia de otros. Tijuana es no sólo el punto de llegada de migrantes buscando alcanzar el sueño americano, sino también el lugar donde muchos de esos sueños se rompen. Aquí esperan los migrantes poder cruzar y también aquí esperan muchos poder volver a ver a quienes, del otro lado, saben que más que un muro, los divide la imposibilidad. Y el ícono de estos sueños está en la playa, como si fuera una especie de resquicio poético típico de la inevitabilidad. El muro de Tijuana y las Playas de Tijuana son un contraste de la vida entera y un recordatorio de lo que tanto nos falta.

Playas de Tijuana

Las dos visiones de Playas de Tijuana

Hay dos formas de ver Playas de Tijuana. La primera y más positiva tiene que ver con la perspectiva de los locales. Atravesar la ciudad para llegar un sábado persiguiendo el atardecer y encontrar un rincón interminable donde las familias locales se reúnen y atiborran la arena con sus sillas, sombrillas, mesas y toallas. Ahí, en medio de todo lo que puede decirse de Tijuana y las oleadas de malas noticias que persiguieron a la ciudad a finales de la primera década del siglo XXI, lo que se ve es la convivencia de todos y el romanticismo inherente de los locales peleando la recuperación de sus espacios públicos.

En la llegada y el faro de Tijuana se puede observar el vaivén de familias que van o vienen de comer ya sea en la playa o en alguno de los restaurantes que saturan la que bien puede ser la primera calle de la patria, ahí, pegada a la arena y que se ha visto invadida por viene-vienes, estacionamientos improvisados, puestos callejeros de antojitos y el cíclico recorrido de camionetas de la Guardia Nacional y la Policía Municipal. Es, pues, un espacio que los locales han hecho suyo a punta de no dejar nunca de tomarlo.

Playas de Tijuana

Ahí, en esas playas, Rosario –casi proverbial el nombre, recordándome las playas de Rosarito a escasos 45 minutos– camina con su familia detrás mientras ella cuidadosamente levanta el vestido de crinolina con el que colorea la celebración de sus XV años, una tradición que se niega a morir y que en cada estado tiene sus componentes únicos pero en todo el país también comparte algunas reglas celebratorias. “Pues, ¿cómo no me voy a tomar la foto aquí? Si está tan bonito”, me dice cuando le pregunto por qué escogió hacerlo aquí mientras sube la rampa de acceso.

La sesión de fotos termina. No duran más de unos minutos. Después de todo, no vaya a estropearse el vestido con los granos de la arena o el ocasional grupo de amigos que se tomó una cerveza de más y puede ser un riesgo para el vestido verde que Rosario lleva puesto. Hoy parecería el día de quinceañeras, porque apenas se va ella, llega otra con su séquito familiar, chambelanes y fotógrafo en cuestión. “Es una tradición de la ciudad. Generaciones y generaciones de quinceañeras han posado aquí, a esta hora, siempre buscando la mejor luz”, me comenta orgulloso Leobardo, fotógrafo de esta fiesta y quien, tan solo de mirarle las arrugas en los ojos y el modelo de cámara que usa, me convence de que sabe de lo que habla. Así van transcurriendo los minutos mientras el sol baja. Al final, venimos persiguiendo el atardecer y aún faltan varios minutos.

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Acostumbrados quizá a estos atardeceres, los tijuanenses comienzan a recoger sus cosas y a emprender el camino de regreso a donde sea que vayan. El restaurante de la esquina empieza a llenarse de jóvenes que, seguramente, dan rienda suelta al antojo de un buen trago para empezar el sábado por la noche y los cuidadores cobran sus monedas de propina que se suman a la cuota fija que ya habían cobrado apenas llegado el auto que está arrancando. Y entonces veo el otro lado de las Playas de Tijuana.

Ahí está el muro. Algunos le llaman el muro de la vergüenza. Otros el de la ignominia. Otros más simplemente reconocen la frontera. Pero algo ha cambiado. Ya no se pueden ver esas familias que se saludaban detrás del muro, cada quien de su lado, como en una especie de sátira dolorosa de una prisión en plena libertad. Ahora hay un espacio nuevo entre muros que separa los países. Una especie de tierra de nadie que más se ve como una burla de la distancia que como un elemento de seguridad fronteriza.

Playas de Tijuana

Es en ese muro y en ese parque de donde comienza la patria que muchos turistas vienen buscando la foto de los murales pintados que cuentan las historias de quienes lo lograron o quienes no. Este Parque de la Amistad, mal llamado así por los políticos en su afán hipócrita de la negación sistemática, es una herida constantemente abierta en donde los nombres de los migrantes que murieron buscando un sueño empiezan a ser tantos que pareciera que no cabrán pronto las cruces.

El muro que se pierde en el mar y que nos recuerda que ni siquiera el oleaje puede darnos lo que está a escasos metros de arena, es esa herida abierta que nos recuerda los pendientes que tenemos con tanta gente que ha tenido que irse y que no volverá nunca, ya sea porque no quieren o porque no pueden. Es una deuda más que tenemos con quienes han sufrido la ruptura de la familia para no sufrir la desaparición de la misma. Porque aquí, recargados en el muro, bien están los michoacanos que terminan de meseros en casi cualquier parte de Estados Unidos, los hondureños que apenas lograron escapar de una violencia para llegar a otra o los haitianos que perdieron todo en un terremoto para asentarse en una ciudad que enterró sus pilares fundacionales en la falla de San Andrés.  

Ese muro en el que, si te fijas bien, se recargan los sin hogar, resguardados del sol por apenas una combinación de cartones, sábanas y piedras en una casa de campaña improvisada y que ha perdido el factor de la temporalidad para convertirse en el único hogar de quien se escurre por debajo del frágil techo para salir en pleno atardecer a buscar, quizá, la comida que sobra de las fiestas que terminan.

Playas de Tijuana

“Aquí empieza la patria”, dice el muro y la placa conmemorativa. También lo dicen las playeras y souvenirs e, incluso, lo dicen los lugares turísticos con orgullo. Pero para muchos que vienen buscando algo más que las playas de Tijuana, sus tacos de birria, su entrada a la carretera escénica o su escala natural para el Valle de Guadalupe, las cosas son distintas. Ellos entraron por Tapachula, cruzaron el río Suchiate o el Usumacinta y se subieron a la Bestia, ya sea la literal o la proverbial, esa que se traduce en camiones atestados de migrantes en condiciones inhumanas que luego terminan muriendo hacinados en un horno con doble semirremolque. Para ellos, el muro que se extiende más allá del mar poco tiene que ver con el golpeteo romántico de las olas en la estructura de metal que parece burlarse de la amistad inquebrantable entre dos países. Para ellos ese muro no es donde inicia la patria. Es donde termina. Y, a veces, lo que acaba no sólo es la patria, sino la vida.

El sol sigue bajando. Ya comienzan a pintarse naranjas en el cielo y ese sol abrasante que apenas unas horas antes nos tenía a 36 grados centígrados está dando paso a una luna que, detrás de mi, se alcanza a ver y promete que en unos tres días alcanzará su ciclo lleno e iluminará el cielo de una Ensenada a la que llegaré justo a tiempo. Pero en este atardecer en el muro, poco tiene que ver con la esperanza de llegar. Porque el sol se pone detrás del muro, en una especie de analogía burlona de que lo que muchos están buscando cuando llegan aquí, termina siendo cubierto por una estructura de metal que no sólo divide países, sino que corta a la mitad familias y sueños.

Aquí empieza la patria… pero nadie habla de lo que aquí termina.

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