Por: Carlos Dragonné. Fotos: Carlos Dragonné y Elsie Méndez
Nunca he viajado a Venezuela. Mi contacto con el país se ha limitado a algunos cocineros con los que tuve la suerte de convivir en los primeros años de mis andanzas en esta industria y a las historias de los muchos exiliados del régimen chavista que tomaron México como el país donde intentarían echar raíces, aunque nunca lleguen tan profundas como las que dejaron aún fortaleciendo los recuerdos. Tampoco he comido en lugares venezolanos en la ciudad de México. He comido, sí, en casas de amigos, con un par de familias y, recientemente, en Órale Arepa, un lugar que sirve para dar perspectiva no sólo a una gastronomía, sino a una serie de historias y conceptos que parece que tendemos a olvidar.
La mesa une. Lo hemos dicho muchas veces. Une a amigos y presenta a nuevos. Hace meses, el Chef Israel Montero me había hablado de este lugar, en los días en los que Israel todavía estaba al frente de Restaurante Raíz y, por ende, todavía valía la pena ir, pero por azares del destino no fue hasta hace unos días que recibí la invitación de Carlos Szauer (@itingood) que me animé a preparar cubrebocas y dejar un poco el miedo para ir a un espacio en el que la promesa de sanidad, limpieza y protocolos de seguridad fue la primera de muchas que se cumplieron.
Comer en un lugar a invitación de socios, amigos de los mismos o el mismo cocinero parte del hecho de saber que las cosas se vivirán distintas a como sucede en el resto de las ocasiones en que llegamos, comemos, pagamos y nos vamos. De entrada, la cantidad de comida que va y viene en la mesa no la pediría más que en los años de preparatoria con aquellos amigos con los que nos retábamos para ver quién pagaba la cuenta según los platos que cada uno pudiera consumir. Pero se trataba de probar algo más que una simple arepa. Se trataba de entender las ganas y las historias que pusieron a este lugar en el radar y que ayuda a que dos amigos miren hacia Sudamérica con un poco menos de nostalgia, aunque siempre exista ese pequeño vacío.
“La familia… sin duda la familia”, me dice Héctor Márquez, socio fundador de Órale Arepa, cuando pregunto sobre lo que más extraña de Venezuela. “De todos los amigos que tenía en Caracas, hoy si hago un asado allá, junto dos o tres”, me responde Carlos Szauer. Detrás de ellos, el chef Jorge Udelman los ve recordando que la Venezuela en la que ellos crecieron ya no está. “Y no habrá de recuperarse nunca. No tendremos nunca esa Venezuela de vuelta”. Hay un pequeño espacio de nostalgia no sólo en sus palabras, sino en la mirada de los tres cuando recuerdan los años de bonanza y de otras cocinas en la Venezuela pre chavista.
Y es que tenemos que recordar que en Venezuela había dinero. Y no había nada mejor que poner un restaurante para gastarlo. Como en México en su momento, la gastronomía venezolana quedó rezagada a las casas, las familias, las abuelas y las cocinas rurales, mientras las ciudades se llenaban de cocina española, italiana, francesa e internacional. Los venezolanos crecieron comiendo cocina italiana y española, me dice Szauer y me reconfirma que si algún día un venezolano dice que “tal o cual lugar de cocina italiana es bueno, hazle caso porque traemos esa cocina en las venas”. Pero siempre todo regresa a los orígenes. Y ahí es donde la arepa nos retorna a la grandilocuencia de la simplicidad.
Si ustedes piensan en harinas de maíz blanco, P.A.N. es lo primero que viene a la mente. Es, digamos, el equivalente a Maseca en Venezuela. En su página, la promesa de “productos de alta calidad que inspiren comidas deliciosas y saludables para ayudar a compartir momentos reconfortantes” es la declaratoria de que lo que todos buscamos cuando queremos cocinar es regresar a casa, a la mesa de nuestras madres, abuelas y familias. A esos espacios de comodidad en donde todo era más fácil y se hacía con lo que nos alimenta desde hace generaciones.
De ahí que nunca haya entrado a ninguno de los pocos restaurantes venezolanos que había encontrado en la ciudad de México. La parafernalia alrededor de ellos me parecía excesiva. Este abuso y exceso de banderas, música caribeña a todo volumen, colores, figuras y fotografías que tenían que recordarte la estridencia de ser venezolano me parecía maquillaje y simple forma sobre fondo. Es lo mismo que me he quejado por años de restaurantes mexicanos en el extranjero: la construcción a partir de los clichés argumentales y la narrativa visual típica y absurda. Pero Orale Arepa puede pasar por un lugar de cualquier otro origen. Y eso sólo puede significar una cosa, que su verdadero espíritu está en donde no se puede ver a simple vista: en la cocina.
Entendamos algo de las arepas. La arepa es historia. Galeotto Cel en su tratado “Viaje y Descripción de las Indias (1539-1553)” ya habla de lo que encontró en Venezuela: “Hacen otra suerte de pan (con el maíz) a modo de tortillas, de un dedo de grueso, redondas y grandes como un plato a la francesa, o poco más o menos, y las ponen a cocer en una tortera sobre el fuego, untándola con grasa para que no se peguen, volteándolas hasta que estén cocidas por ambos lados y a esta clase llaman areppas y algunos fecteguas.”. De hecho, me atrevo a decir que la arepa es identidad. Y, por mucho, es el platillo venezolano por excelencia. Pero ahí el reto de Orale Arepa, ¿cómo enseñar esto en México, un país con su propia culinaria basada en el maíz?
“Empezamos con los amigos venezolanos que buscaban comer como en casa. Y haciendo las recetas que se comen allá”, me cuenta Héctor mientras empiezo a probar la Cachapa de Queso de Mano que, sin duda, debe estar entre los descubrimientos más deliciosos que he hecho en los últimos años. Y es que habiendo dado cuenta de unos Tequeños antes -unos dedos de queso hechos con la masa que acá preparan-, la Cachapa fue la mejor manera de saber que la tarde sería larga y que nada mejor como no haber desayunado. Esta especie de hot cake hecho con la harina de maíz y rellena con un queso suave y espectacular toma forma como, por mucho, uno de los mejores desayunos que se me ocurren. Advertencia: cuando ustedes vayan, les pido que vayan muchas veces, porque la comida es abundante, generosa, llenadora. Nosotros parecíamos en una misión de recorrer los distritos venezolanos aunque fuera en una tarde, pero como en cualquier viaje, uno queda con ganas de más.
“Tenemos platos de todo Venezuela, pero más de la región del centro”, me confirma Héctor quien nos pregunta si tenemos el espacio suficiente porque quiere que probemos todo lo que podamos. Apenas confirmando que llevo meses cuidándome en casa y que estoy dispuesto a devorarme el menú, llegaron los Cachitos de Jamón. “No hay venezolano que no coma esto”, asegura Carlos y al ver mi cara de gusto por algo tan sencillo, remata “Junto a tu casa venden unos increíbles. Pero mi esposa también, así que cuando quieras y no puedas bajar acá, me llamas”. Mi dieta me ha hecho sufrir desde ese día el no poder hacerle válida la información.
“Mi madre decía ‘niños, esto es algo que no se hace, lo pueden hacer en casa pero nunca en otra casa’ y ahora lo están haciendo ustedes. Así se come en Venezuela”, me dice entre risas Carlos Szauer cuando llegó el Pabellón Criollo y decidí que lo mejor era revolver un poco del arroz, el plátano frito, frijoles y carne mechada que lo componen. “Este es un plato netamente de Caracas y algunos le ponen a las caraotas (frijoles) un poquito de azúcar”, me cuenta Héctor. Carlos Szauer asegura que es un tema de “cada quién” y más porque en México no estamos acostumbrados a hacerlo. ¿Mi respuesta? Abrí un sobre de azúcar y esparcí un poco sobre la mezcla. Créanme… hay veces que uno no puede creer que algo que ya sabía bien pueda saber increíblemente mejor.
¿Notan como no les he hablado de arepas? Bueno, es porque así como en México somos más que tacos y gorditas, en Venezuela son más que arepas. Y había que intentar caminar por los espacios de las regiones distintas de un país que no volverá a ser como antes y en el que nuestros tres anfitriones han dejado amistades, pero del que se han traído los recuerdos de los fines de semana entre familia, las mesas largas, las fiestas enormes y el amasado de las arepas en las manos de todas esas mujeres que educan a partir de compartir. Pero créanme, por las arepas solas valdría la pena convertirlo en un básico de al menos una vez al mes.
Y si no me creen, piensen en lo que dijo Pedro Cieza de León antes de morir en 1554 y que dejó publicado en su obra. Vaya… si tantos y tantos años han pasado y la verdad sigue siendo la misma, ¿quiénes somos nosotros para dudarlo?
“Entre estos indios de que voy tratando, y en sus pueblos se hace el mejor y más sabroso pan de maíz en la mayor parte de las Indias, tan gustoso y bien amasado que es mejor que alguno de trigo que se tiene por bueno.”.
De regreso a nuestra mesa, vuelve la plática al tema de la situación actual que se vive y entiendo que no debe ser nada sencillo saber que la patria donde naciste quizá termine siendo un plan sólo de retiro y, además, que para ello habría que recuperar lo que significa el paso de lo que hoy ya son dos generaciones perdidas. “Mis hijas no tienen raíces allá”, me dice Carlos mientras regresamos juntos a casa, aprovechando que somos casi vecinos. “Yo siempre habré de ser el venezolano que se vino a México. Así pasen cincuenta años, seré el venezolano que hace cincuenta años vino a México. No quiero que mis hijas pasen por ello”. No soy padre, pero puedo entender el sentimiento. Las raíces son lo que nos construye y lo que nos hace.
Orale Arepa viene a poner un pedacito de Venezuela en medio de la ciudad de México. Ella, mi cómplice perfecta, les dice mientras nos despedimos: “Gracias por llevarme a un paseo por Venezuela” y no exagera. La comida se hace para conectar con sentimientos de recuerdos gustativos, de momentos únicos y de ayeres mucho más simples. Las arepas, en la simplicidad de su argumento, esconden capas y capas de historia, de recuerdos, de exilios, de nostalgia, de familias separadas, de amistades perdidas y, mejor aún, de esperanza y fortalezas de toda una cultura que se define a partir de sus fogones. Atrás están los años en que comer como venezolano era ir a los restaurantes afrancesados que se multiplicaban en la era de la bonanza. Hoy la cocina clásica de casa, de las abuelas y de la masa de ese maíz blanco que se transforma en los comales desde hace siglos, es lo que conecta con las raíces de Venezuela, al menos para estos amigos venezolanos que miran desde la distancia un país plagado de recuerdos y de esperanza de que parece haber una generación que empieza a pedir a gritos, en las calles, en las redes y en las ideas un cambio y un retorno a lo que los hizo grandes. Ellos quizá no vuelvan a esa tierra. Pero nosotros podemos en una mesa acompañar los sabores de la tierra que se han traído. Y eso hace más valioso cualquier viaje que podamos hacer hoy.
Disclaimer: Sí… nos comimos todo lo que ven en las fotos. ¿Ven por qué les digo que vayan varias veces? Y nos faltaron fotos por tomar.
Órale Arepa: Schiller 330, Polanco, Polanco V Sección.
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