Por: Carlos Dragonné
No pude ir al brunch del 60 aniversario de Nicos. Principalmente porque no tuve chance de apartar mi lugar y organizar mi tiempo, pero encontré una manera de celebrar esa historia que ha sido parte de una ciudad que sigue siendo mi hogar, en gran parte, porque me cuesta trabajo imaginarme despedirme de esos sabores que guarda en ciertos rincones. Y, sin duda, este emblema de la colonia Clavería es uno de ellos. Así que es hora de contarles algo que pocos saben, pero que bien vale la pena recordar. Esto es Nicos. Y este es un pedazo importante del paladar de nuestra ciudad.
Conozco Nicos desde hace muchos años. Mucho tiempo antes de entrar en el mundo de la gastronomía por la puerta del periodismo, ya había yo pisado varias veces este lugar que se construyó a partir de los sueños de Raymundo Vázquez y María Elena Lugo (alias #ElenitaSinTwitter en conversaciones con más de una carcajada en redes sociales con el chef Gerardo Vázquez Lugo, hijo de ambos y hoy responsable de mantener vivo lo que ha dado tanta vida) y había regresado en incontables ocasiones. Les estoy hablando de cuando ni había tanto tráfico en la ciudad y todavía no tenía yo credencial para votar, nomás para que vayan sacando las cuentas.
Este lugar, favorito de un miembro de mi familia, era de esos a los que te daba gusto que llegara el pretexto para salir de casa y lanzarse. Tampoco les voy a mentir con contarles paso a paso los platillos que comía en mi adolescencia ahí, porque ni tengo tan buena memoria, pero sí recuerdo que en más de una ocasión me encontré deseando que a alguien se le ocurriera celebrar de nuevo un cumpleaños cerca de Clavería.
Cuando tuve mi primer auto, un pequeño VW Sedan 1981 -no, no tengo tantos hoyitos en mi credencial para votar, sólo compré un coche muy usado-, regresé un par de ocasiones y, de pronto, algo pasó en mi vida que se borró de mi lista de lugares a los que ir. Pero no me malentiendan, no fue una ruptura amorosa con Nicos, sino con todos los restaurantes. A pesar de mi amor con la gastronomía, empecé a alejarme de ella y encerrarla en casa, en mi cocina, en la televisión y en los libros del tema que seguía -y sigo- comprando como si fuera la única forma posible de tenerla cerca.
Vaya, me dediqué a estudiar la gastronomía desde el punto de vista teórico. Devoré libros, cociné cuanta cosa se puedan imaginar, quemé cuanta cosa puedan pensar, me corté, me escaldé, me equivoqué y, después de eso, me volví a equivocar. Pasé por todos los libros posibles intentando entender una pequeña parte de las dos cocinas que me vuelven loco: la italiana y la mexicana. Y, un día, empecé a escribir de cocina, no porque me pareciera una oportunidad interesante, sino porque me parecía necesario y, más importante, me sentía con el conocimiento básico para intentarlo.
Y, entonces, comencé a recorrer restaurantes de nuevo. Probando, buscando sabores, intentando comprender y, en mi ingenuidad de apasionado, queriendo apuntar los ingredientes que descubría para replicar algunas recetas en casa. Me mantuve alejado de muchos lugares que entraban y pasaban de moda, así como de los restaurantes que presumían sus reinvenciones de la cocina mexicana porque, desde mi adolescencia, cuando el romance culinario comenzó, siempre he creído que la vastedad de la gastronomía nacional es tal que querer reinventarla es una forma de hacerse a un lado de la investigación real para intentar comprenderla.
Así llegué un día, después de años, a Nicos, un lugar que me asaltó recuerdos y nostalgias en cuanto crucé la puerta y me senté, tranquilamente, a desayunar. Ahí estaba yo, muchos años después de mi última visita y la cocina seguía cumpliendo los caprichos inconscientes de mi paladar que sólo busca, como creo muchos lo hacen, el regreso a su lugar seguro, a donde los sabores se conjugan con las emociones para crear eso que, algunos, llaman “memoria gustativa”. Ese día, después de muchos años, volví a mis recuerdos familiares, cuando todo era más fácil y cuando la vida sólo exigía disfrutarla sin preocupación alguna, porque alguien más se estaba encargando de que yo sólo gozara lo que me iba encontrando.
He viajado… he caminado incontables calles buscando los rincones que ocultan los sabores que definen barrios y culturas. Y los días pasan conmigo entendiendo que por cada metro recorrido en esta búsqueda, se agregan tres más a los que me falta recorrer. Cuando pienso que he aprendido algo, me encuentro con las voces de quienes han caminado más lejos o más rápido y me descubro con tantas carencias de conocimiento todavía que se que la vida se me irá en el intento de comprenderlo todo. Pero sigo andando, porque la pasión por comer y descubrir de qué estamos hechos los humanos en nuestros sabores más recónditos me sigue dando las fuerzas para levantar los pasos y hundir las cucharas.
Pero a partir de ese día en que regresé tras mucho tiempo de ausencia a Nicos, y mucho antes de que pudiera tener la bendición de contar entre mi gente querida a Gerardo Vázquez Lugo, cuando era un simple comensal más que atravesaba las puertas de lo que hoy es un fundamental para entender nuestra ciudad, entendí algo que ni las horas de estudio de cuanto autor me encontré, ni la infinita cantidad de platillos cocinados, algunos exitosos, algunos francamente detestables, pudieron hacerme entender.
En ese desayuno, tras muchos años de ausencia, redescubrí una cocina honesta que ha construido una pléyade de recuerdos en incontables comensales que extienden el terruño a ese espacio de la colonia Clavería. Me reencontré con la profundidad de mantenerse fieles a lo que fueron y lo que han sido siempre. Esa profundidad que se alcanza en la vida únicamente al no traicionarse y perseguir los sueños todos los días aunque a muchos les parezca que se alcanzaron.
Supe que mi búsqueda de recuerdos siempre tendría un lugar al que regresar cuando los recuerdos se sintieran solos. Supe que habría un refugio para el paladar cansado o para el corazón abatido de los intentos frustrados por crear historias. Y, entonces, con esa nueva fuerza me fui… caminé por años entre restaurantes de aquí y allá, entre cocineros embebidos en una pedantería creada por zalameros que por una comida gratis son capaces de prostituir los ideales más fundamentales del periodismo y, afortunadamente, entre muchos más cocineros grandes, enormes, incansables, de maravillosos fogones y talentos, con nombres que se grabaron en mi memoria para siempre, en el panteón de los máximos exponentes de la verdadera magia que es la transformación del ingrediente en lo sublime.
Hoy no les cuento sobre Nicos y lo que comí ahí hace un par de semanas porque, seamos honestos, seguramente ustedes lo han comida también y sería un poco absurdo hacerles crónica de un camino que ustedes mismos recorren con, incluso, mayor incidencia que yo. Hoy, mejor, los invito a celebrar los 60 años a través de los recuerdos que se han construido en esa “memora gustativa”, que no es otra cosa más que la manera racional de llamarle a la nostalgia culinaria y los recuerdos de tiempos más felices que se conectan a través de esos sabores.
El camino sigue siendo largo y se pierde en la curvatura del horizonte. Y, sí… en este recorrido lleno de piedras y caminos sinuosos, a veces la duda ataca. Pero siempre hay una forma de darle la vuelta, porque bien dicen que cuando uno duda, no hay mejor manera de fortalecer la convicción que acudir a la referencia de las figuras que uno guarda en su propia rotonda de ilustres. En la mía hay muchos nombres y muchos rostros de los que, quizá, algún día les hable. Uno de ellos es Nicos, porque después de 60 años y mucho antes de las famosas listas y el marketing de la cocina, ya estaban ahí dejando una huella imborrable en cuanto curioso cruzaba esas puertas y le servían la primera taza de café en cualquier mañana de la ciudad de México.