Por: Carlos Dragonné
Se nos acaban los días en Brooklyn. Cada minuto que pasa me recuerda que estamos a menos tiempo de tener que guardar las maletas en el auto, manejar a John F. Kennedy Airport, dejar el Chevrolet Cruze que rentamos en Budget Rent A Car para disfrutar de cada rincón de este barrio neoyorquino y tomar el vuelo que nos regresaría a la ciudad de México. He olvidado la dieta en México y no parece que pueda encontrar ninguna por acá, aunque confieso que tampoco he buscado con tanto esfuerzo, porque siempre hay algo que me distrae, ya sea un Hot Dog en Coney Island o unos Noodles en Naruto Ramen… vaya, hasta los lugares que puedo considerar como calorías desperdiciadas por su comida bastante malita -y que varios de ellos fueron decepcionantes por la expectativa creada- empiezan a parecerme atractivos. Así pasa cuando uno disfruta tanto un destino en el que no sólo vacaciona, sino que hasta se hace planes imaginarios de los lugares donde fácilmente podría mudarse. Así que, en medio de este deprimente escenario del retorno inminente, nos trepamos al auto para manejar por Brooklyn y nos dimos a la tarea de encontrar un lugar que nos llamara la atención para cenar y disfrutar una de las últimas noches de este viaje. Nos fuimos hacia Park Slope y Prospect Park para disfrutar del cierre de la tarde frente a Grand Army Plaza y la hermosa Brooklyn Public Library -que nos tocó cerrada por ser domingo, y a la que tendremos que volver en breve- y tras ver el sol ocultarse nos encaminamos hacia Cobble Hill, pues nos habían recomendado recorrer esa zona si buscábamos un buen lugar oculto de las guías pero básico para disfrutar una buena cena. Así llegamos a Court Street y mientras veíamos a través de la ventana del auto nos llamó la atención un lugar que estaba, justamente, local con local de uno que sí nos habían ya dicho que tendríamos que visitar. Pero no hicimos caso a la recomendación previamente hecha y terminamos entrando en el lugar más grande. ¿Por qué? Simple: después de la cocina mexicana, la gastronomía que más disfruto es la italiana. Bienvenidos a Marco Polo Ristorante.
Mientras yo estacionaba el auto, Elsie bajó a checar si había lugar. Y ya la conocen… tiene que tener la mejor mesa en cuanto a luz y ubicación para poder tomar fotografías de los platillos porque es básico compartir con ustedes cómo se ve lo que probamos. Estaba en eso cuando un hombre de traje, que ella asumió como el jefe de piso o el capitán de meseros, se acercó para ofrecerle la mejor mesa del lugar en cuanto a iluminación. Ya instalada, llegué yo a la mesa y mi sorpresa fue que el hombre en cuestión estaba ahí con ella, sentado, platicando, contando sobre el restaurante y lo que podíamos disfrutar ahí sentados. Resulta que el lugar que nos habían recomendado y que estaba en el local contiguo también era parte del grupo, una enoteca que se le había construido al hijo del dueño tras haber terminado sus estudios en el Culinary Institute of America y que ofrecía, además de una variedad de vinos importante, las que el hombre en cuestión nos comentaba eran de las mejores pizzas al horno de leña que se pueden conseguir en Brooklyn. Esta es una aseveración peligrosa, sobretodo cuando hablamos de nuestro paladar que si de algo sabe -además de tacos y cocina mexicana- es de pizzas.
Caminamos con él al local contiguo para conocer el horno de piedra y a los cocineros encargados de utilizarlo, mismos que, sin sorpresa alguna, eran mexicanos. Uno oriundo de Zacatecas que encontró su lugar en Brooklyn y que nos dio la bienvenida con una pizza margarita tradicional que, para serles enteramente honesto, sí se coloca entre las mejores 10 pizzas que hemos probado, así que las cosas iban por buen camino.
Si no lo han adivinado para este momento, sería bueno confesarles que esta confusión con el “jefe de meseros” con la que arrancó nuestra noche terminó siendo de lo más positivo para entender la pasión que se vive en las mesas de Marco Polo Ristorante, pues nuestro anfitrión era nada menos que el dueño del lugar, enfocado como buen italiano a atender su negocio de manera casi obsesiva y buscando entregar la mejor experiencia a todos sus comensales. De ahí que, en cuanto tuvo que abandonar nuestra mesa para atender a una familia grande que celebraba su cumpleaños nos dejó encargados con el genrente del lugar, un michoacano con más de 20 años en Brooklyn y casi todos esos años trabajando en el mismo lugar. José, con un italiano perfecto que demostraba mientras daba instrucciones a meseros y capitanes por igual, nos ayudó a entender la pasión por este lugar, atendido por el mismo equipo desde hace más de 15 años, tiempo que tiene trabajando ahí el que menos tiempo lleva en Marco Polo. Y es que el lugar es no sólo un lugar familiar, sino un lugar de familia. Se ha creado un restaurante en el que cada rostro es conocido tanto entre empleados como entre comensales y donde las tradiciones se siguen repitiendo como ecos de la historia de cada familia que cruza las puertas. Para muestra, esa noche se celebraba el cumpleaños de un niño que era la tercera generación de la misma familia comiendo en ese lugar, ya un absoluto necesario de Brooklyn, auténticamente italiano y lleno de los sabores y aromas de la cocina que tanto me gusta pero, sobretodo, con esa sensación de hogar y bienvenida que pocos lugares pueden hoy en día presumir, sobretodo en esta burbuja de la industria restaurantera que está por reventar en los próximos meses.
Llegó la hora de los platillos y, si no se los había contado hasta ahora es porque, de entrada, ni siquiera los escogimos nosotros. Dejamos en manos de Joseph Chirico, el dueño del lugar, la selección de lo que sería lo mejor a probar en esta noche que empezaba a girar hacia la nostalgia tanto de la despedida de Brooklyn como del encuentro con un lugar que se convierte paso a paso en un favorito de nuestros incontables viajes. El Pulpo y Calamar con un Pesto de Pistache es uno de los platillos que bien pueden servir como introducción o como un buen plato fuerte si se deciden a ello, aunque si así lo hacen, recomiendo pidan dos. Cocinado a la perfección -lo que se espera después de 33 años de experiencia en uno de los barrios italianos por excelencia de New York-, la llegada de este platillo como primer paso a un recorrido de la cocina italiana que Chirico ha creado en Brooklyn es una gran decisión. Y es que no podemos esperar menos de una familia que, en cada cierre de año, regresa al terruño italiano a no perder el contacto con las raíces y redescubrir esos sabores que siguen trayendo a la mesa de Marco Polo. Por otro lado, no puedo entrar en un restaurante italiano sin probar las Albóndigas de la Casa que, en este caso, son de ternera en una absolutamente casera salsa de tomate triturado con la cantidad casi exacta de hierbas y especias que, combinado con la suavidad de la carne, hacen que sea un platillo que quisiera que durara más tiempo.
Pero, evidentemente, no hay nada como probar la pasta fresca, hecha en casa, todos los días, cuando uno entra a un lugar de tradición tan importante como éste. Les aviso que es muy complicado decidir sobre lo que está en la carta, porque se antoja prácticamente todo, pero como ya había entrado en el mundo de la ternera, preferí quedarme en ese camino, por lo que los Agnolotti de Espinaca con Ternera y Salsa de Salvia fueron la selección más obvia. Cuando uno va a cenar a un restaurante italiano, la diferencia entre una pasta cocinada a la perfección y creada desde cero para garantizar frescura se siente de manera inmediata. Claro que puede de pronto a uno echarle a perder la experiencia con otras pastas, pero a eso es a lo que va uno a los grandes restaurantes, a disfrutar en su mejor concepción los platillos que, a veces, conocemos en casa o probamos en otros lugares. Disfrutar una pasta tiene que ser un recorrido por el paladar que vaya más allá del comercialero “al dente”. La textura de la pasta, el sabor y lo que conlleva el probar algo hecho casi al momento es lo que define un platillo como épico o, como algo simplemente pasable.
La cena transcurrió con pláticas intermitentes de Chirico, sus anécdotas con clientes, la historia de las generaciones que han pasado durante los 33 años del restaurante, la creación de la familia que tiene trabajando con él y que lo hace ver con un clásico patriarca siciliano a los ojos del romanticismo cinematográfico que llevo dentro. En algún punto de la cena, ya casi entrados en el café -excelente, como podrán imaginarse- y pensando si le metíamos algo de azúcar a la cena para cerrar la noche y recorrer las calles de Brooklyn de regreso a nuestro hotel en Brooklyn Heights, se acercó un joven de, calculo, unos 26 años. Primera vez en el restaurante para él, pero hijo de un gran amigo y cliente de muchos años de Marco Polo, venía para conocer a Joseph Chirico y pedir una especie de bendición -de nuevo, el patriarca siciliano en acción- para su carrera de cantante de ópera que está arrancando y de la que viene desempacando tras haber cantado en Sydney. Chirico lo abrazó, lo presentó a todos los comensales que ahí estaban y las notas comenzaron a salir de la voz impresionante de este tenor que, ahí, a capella, por el simple placer de acompañarnos y formar parte de nuestra noche, nos regaló extractos de Verdi y de Puccini mientras los aromas del café llenaban mi mesa y el silencio respetuoso dejaba que sólo la música de su canto llenaran el aire.
Cerramos la noche diciendo adiós a Chirico, abrazando fraternalmente a José, agradeciendo al tenor que nos regaló magia de manera improvisada y nos subimos al auto. Mientras recorríamos Hicks St. rumbo al norte para llegar a Brooklyn Heights, guardamos silencio recordando y aprehendiendo todo lo que podíamos de la cena y todo lo que sucedió alrededor. Apenas arrancamos y busqué en mi celular Nessun Dorma. Pocas arias son tan precisas para cerrar la noche. Y es que, así como el príncipe desconocido aclama cuando cierra que vencerá al alba, también queríamos nosotros vencer el amanecer que representaba el regreso a México y, por ende, el adiós temporal a Brooklyn.
Los comentarios están cerrados.