El viaje según Bob Waldmire: De Joliet a Pontiac por la Ruta 66

Hay viajes que se emprenden con la brújula puesta en el alma. No buscan destinos, sino fragmentos de significado. Bob Waldmire lo entendía mejor que nadie. Artista, viajero, cronista y guardián de la Ruta 66, Waldmire convirtió su andar en un acto de devoción. A bordo de su combi o de su Thunderbird del ’65, ilustró más que mapas: dibujó el alma de los pueblos que, entre gasolineras abandonadas y pasteles de manzana caseros, siguen esperando a que alguien los mire de verdad.

el camino de la ruta 66

Waldmire no buscaba sólo paisajes. Buscaba historias. Voces. Rincones con olor a café viejo y a hot dogs humeantes servidos con orgullo en mostradores sin pretensiones. Uno de esos lugares fue, y sigue siendo, el Cozy Dog Drive In en Springfield. Fue fundado por su propio padre, Ed Waldmire, y es ahí donde nació uno de los símbolos más deliciosos de la carretera: el corn dog. Bob, en sus años jóvenes, repartía esos hot dogs empanizados entre mesas de viajeros, sin saber que él mismo sería, años después, un emblema de ese camino.

La imaginación en el cielo, los mapas de Waldmire.

En la era de los drones y la fotografía aérea democratizada —saturada de imágenes fáciles y de inteligencia artificial haciendo el trabajo que antes pertenecía a artistas—, los mapas de Waldmire crearon no sólo admiración, sino huella en el escenario artístico de todo el país. Waldmire entendía que había que imaginar desde el cielo el camino para entender la grandeza de una ruta que, años después, sería dada de baja por el avance de las carreteras interestatales. Hoy, es imposible hacer la ruta entre Chicago y Los Ángeles de manera ininterrumpida, pero todavía hay ciertos espacios que están preservados y que se mantienen con esfuerzos de las comunidades. Aún así, la herencia de un camino que comenzó en noviembre de 1926 se mantiene por el recuerdo y la imaginación que evocan las últimas generaciones de la histórica Ruta 66.  

La Ruta 66, como Waldmire la entendía, no es un camino para llegar. Es un camino para quedarse. Para mirar lento. Para detenerse en cada pequeño museo —sí, porque hay museos para todo en la Ruta 66. Los grandes, con vitrinas repletas de memorabilia, y los diminutos, que caben en una antigua tienda de abarrotes reconvertida en galería del alma local. Hay museos dedicados a la ruta misma, pero también espacios que rinden homenaje al viejo correo, a la música de rocola, a los tractores, a los carteles de neón, a los héroes de guerra, a las lavanderías y hasta a las peluquerías. En cada uno hay voluntarios con tiempo y memoria. Y sobre todo, con una necesidad urgente de contar una historia antes de que el silencio detrás del infinito ruido que generamos como sociedades la devore.

Joliet comienza con los murmullos de la historia.

La antigua prisión estatal —hoy museo y recuerdo— y el teatro Rialto son testigos del esplendor arquitectónico de otro siglo. Pero la verdadera poesía está en los diners. Lugares donde el tiempo se mide diferente. Aquí medimos no en minutos, sino en tazas de café y sonrisas de meseras que ven pasar el tiempo y no se asustan. Son lugares en donde la mantequilla resbala por los hot cakes no por presentación para las redes sociales, sino porque es la forma en que sabe más rico. En estos espacios el desayuno es también una plegaria: para empezar bien, para seguir adelante.

En Wilmington, Nelly’s es la parada obligatoria. Presumen de tener “las mejores hamburguesas de la presa del Kankakee River”. Y su menú parece un homenaje a cuando había más ingredientes que literatura, a una comida sin decoraciones que esconden otras carencias. Aquí hay hamburguesas, hot dogs, papas fritas, refrescos en botellas de vidrio. En la larga barra de formaica, sentados en taburetes, puedes escuchar el sonido natural de los pueblos internos de Estados Unidos, sin poses, sin divisiones, sin estrategias de mercado que busquen engañar al viajero. Aquí no hay branding ni especialistas en redes, la sostenibilidad no es comunicación sino modo de vida. Es una consecuencia natural de existir en la era de la inmediatez que parezca tan pintoresco y encantador.

Salones de la Fama hay… para todo. Un poco de todo.

En Pontiac, los murales cubren las fachadas como si el pueblo hubiera decidido contarse a sí mismo en colores. El Salón de la Fama de la Ruta 66, la famosa combi de Waldmire y el modesto Bob & Ringo Grill forman parte de una coreografía de vida cotidiana que, de nuevo, desafía el olvido. Ese parece ser el tema que está rodeando el viaje. Una búsqueda constante de ser recordado, de que la gente sepa que el futuro sólo puede existir mientras el pasado nos sostenga. Parece adecuado que el libro que me acompaña en este viaje sea Proto de Laura Spinney, para recordar que todos venimos del mismo lugar y nos alimentamos de las mismas raíces. Porque, ¿qué estamos haciendo todos sino buscar mantenernos vigentes después de la muerte? ¿Qué estamos haciendo sino buscando nuestra propia forma de evitar el olvido?

La memoria de lo invisible en la Ruta 66.

La nostalgia es, aquí, la moneda de cambio. Pero también es lección de vida. En una época en la que la velocidad lo devora todo, estos pueblos nos recuerdan que el “Pursuit of Happiness” —ese concepto fundacional del sueño americano— alguna vez se vivió en porciones pequeñas: una conversación en la barra, una carta enviada desde la estación local, una canción escuchada desde el asiento trasero del coche familiar. Pero algo ha cambiado en nuestro entorno. Porque hoy ya no se persigue la felicidad, sino la supervivencia. El sueño americano se transformó a una extraña pesadilla llena de argumentos circunstanciales en contra del ciudadano promedio y esto ha causado un abandono terrible en lo que fuera el mythos americano sobre el futuro.

Como escribe Sarah Kendzior en The Last American Road Trip: La Ruta 66 es la carretera madre porque acoge a los huérfanos y abandonados. No es una carretera tan solitaria cuando tantos de nosotros estamos solos juntos.” Esa es, quizá, la verdadera lección de esta carretera: que el sentido de comunidad no ha muerto, solo espera a que alguien lo recorra con los ojos abiertos. Necesitamos viajar para reconectar, no para estar conectados. Es urgente que los kilómetros recorridos vuelvan a dejar huella no sólo de carbono, sino en la memoria.

El sentido de recordar, de volver a entendernos en la Ruta 66.

Para recordar un tramo donde la historia se sirve caliente, la identidad se cultiva en los platos sencillos y la memoria se conserva entre murales, postales, museos pequeños y postres con pastel de nuez y clásicos apple pie que se fijan más en el sabor que en la estética perfeccionista que ha tomado por asalto las redes sociales. El camino no necesita ser redescubierto, sino simplemente escuchado. Porque aún hay voces  que lo siguen contando desde el viento que roza los parabrisas, desde el arte colgado en una pared o desde un cuaderno de recetas gastado, esperando ser abierto una vez más. Y es que, citando de nuevo a Sarah Kendzior en su libro, “La memoria humana es una especie en peligro de extinción”. Será cosa de nosotros luchar por su conservación.


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