Por Carlos Dragonné @carlosdragonne
Se acercan las celebraciones del Día de Muertos y, evidentemente, hemos hablado muchas veces de lo que eso significa en la cultura de nuestro país. Fiestas, panteones llenos de gente, mariachis entre las tumbas, flores de un fuerte color naranja adornando lo que, en otros momentos, son escenarios sombríos y solitarios. Y, por encima de todo ello, la comida como uno de los protagonistas más importantes de nuestra fiesta de difuntos. Y es que en México la comida no puede estar lejos de las celebraciones populares. Hace apenas unos días me encontré en medio de una fiesta patronal y, como el tráfico era demasiado, decidí estacionar el auto y bajarme a disfrutar lo que, a la postre, descubrí como un jolgorio de grandes dimensiones. Pero poco podría contarles de esta celebración sin el algodón de azúcar, el pan de pueblo, las semillas garapiñadas, las pizzas caseras y los dulces típicos que adornaban las calles de donde se llevaba a cabo dicha fiesta. En el Día de Muertos está más que clara la presencia de nuestra comida y, sobretodo, el amor que se tiene más allá de la vida por los sabores de México que nos rodean. ¿Por qué es esto? ¿De dónde viene la tradición de la comida especial para los altares? ¿Hasta dónde llega la importancia histórica y ceremonial de nuestra comida en las tradiciones populares?
Los altares que se colocan para los fallecidos en las casas o panteones en la celebración de Día de Muertos en nuestro país tiene su origen en las ofrendas prehispánicas y, después de una combinación de ideologías y una cosmovisión endémica de las culturas mesoamericanas, llegó a transformarse en lo que hoy conocemos. La ofrenda a los muertos no tiene nada de nuevo y, de hecho, el culto a los muertos es algo que ha estado presente en casi cualquier civilización de la historia, desde los antiguos egipcios hasta diferentes creencias religiosas europeas con origen abrahámico que, por supuesto, llegaron a nuestro continente gracias a los conquistadores que llegaron a mediados del milenio pasado. En México, la muerte ha sido omnipresente en el arte y la cultura popular, desde la personificación como Diosa hasta protagonista de leyendas que se siguen contando en las noches de pueblos alejados de las capitales occidentalizadas. Desde nuestras culturas indígenas se ha conceptualizado la muerte como una entidad que convive en todas las manifestaciones de su cultura.
Es importante entender que la celebración del Día de Muertos es previa a la llegada de los españoles, pues nuestras culturas indígenas concebían la muerte como el comienzo de un viaje hacia el reino de los muertos, llamado Mictlán. Ahí, el muerto tenía que ofrecer obsequios a los señores del inframundo, Mictlantecuhtli y su compañera Mictecacíhuatl. Muy parecido al rito de la muerte de la cultura griega, de hecho, donde los muertos tenían que atravesar el río Estigio y pagar con las monedas de cobre que les ponían los vivos sobre los ojos para garantizar pasaje seguro y evitar que el alma quedara a la deriva, nuestras civilizaciones prehispánicas además enterraban a los muertos con las posesiones que habían tenido en vida y con cosas que pudieran facilitar su tránsito por el inframundo, sin importar que fuera “infierno” o “paraíso”, pues para ellos estos conceptos no existían, sino que las circunstancias de su muerte y las acciones de su vida establecían a cuál de los diferentes reinos de la muerte terminarían accediendo.
Ya para la época de la colonia española, el sincretismo entre las culturas prehispánicas y la introducción del cristianismo, así como la celebración del Día de los Fieles Difuntos, en donde se veneraban restos de santos europeos recibidos en Veracruz y transportados por toda la Nueva España, se vería realizado en medio de ceremonias con arcos de flores, oraciones, procesiones y bendición de los restos en cuestión. Estas bendiciones se realizaban con Pan de Azúcar, una especie de precuela de las famosas calaveritas de azúcar y el ya muy famoso “pan de muerto”.
Tras esta combinación de costumbres se origina lo que hoy conocemos como la fiesta del Día de Muertos. Esta celebración es diferente en cada región porque, como muchas de las celebraciones que sobrevivieron la conquista española a través de un proceso de adaptación y sincretismo de las culturas de cada región, se han construido festividades que más que ser celebraciones cristianas, evocan la mezcla cultural de la región con los dogmas y celebraciones religiosas que se asentaron tras la llegada de los españoles. Por ello, un Día de Muertos no es lo mismo en Iztapalapa que en Pátzcuaro o Janitzio. Lo que se ha mantenido desde las culturas indígenas milenarias es la creencia de que las almas de los difuntos regresan en esas tres noches -31 de octubre, 1 y 2 de noviembre- para visitar a sus familiares y celebrar con ellos su paso a la muerte y al más allá, con un festín de flores y platillos tradicionales que los muertos disfrutaban en vida. Y es que, como en cada fiesta, hay detalles que definen la celebración, algunos curiosos como la creencia de que las almas llegarán en forma ordenada y puntual, aunque en vida no lo hayan sido o, en algunas comunidades del suroeste de nuestro país, a los muertos que fallecieron menos de un mes antes de la celebración no se les pone en la ofrenda de ese año pues la familia está segura que no tuvieron tiempo de acomodarse a su nueva condición y que, además, no les dio tiempo de conseguir el permiso para acudir a la celebración, por lo que si acuden, sólo lo hacen como ayudantes de otros muertos que ya cuentan con el permiso. Sí… así de curiosas pueden ser las celebraciones.
Además, se destina la celebración conforme al tipo de muerte, pues las ánimas de quienes murieron con violencia o de manera trágica no se mezclan con la de los niños que no alcanzaron a ser bautizados. Sin embargo, el día 2 de noviembre sí se convierte en una especie de aquelarre del inframundo en donde todos pueden asistir y arrancar la celebración con ritos en las iglesias, celebraciones que arrancan desde la madrugada, altares en las lápidas, enormes mesas de comida que nadie puede tocar salvo el difunto, una colección de las bebidas que le gustaba tomar mientras estaba en vida y que, por supuesto, dependen de cada región, por lo que en el sureste del país es muy difícil ver un altar con Charanda, mientras que en Michoacán rara vez encontrarán uno sin este destilado. Y es que esta celebración sirve para ayudar a las almas a encontrar su camino correcto y el rumbo en su paso al inframundo para descansar en paz.
Cada ofrenda tiene lo suyo, pero sí podemos encontrar una especie de constante que tiene su significado según lo que cada familia considera y, a la vez, una realidad de nuestras costumbres y nuestro sistema de creencias conforme a la muerte. Estos elementos son grandes simbolismos que invitan al espíritu a viajar desde el inframundo para convivir con quienes quedaron atrás. Por eso en prácticamente todos los altares encontramos la foto de quienes se fueron para honrarlos pero, según la región, hay quienes ponen la fotografía de espaldas y frente a un espejo para que sólo puedan ver el reflejo de sus familiares.
También, como herencia de las costumbres prehispánicas, el copal está presente para purificar las energías del lugar y ofrecerle al difunto un lugar santificado y alejado de “las malas vibras”. De igual forma, de las costumbres prehispánicas se ha mantenido el arco de flor de cempasúchil, que simboliza la entrada al mundo de los muertos. Las veladoras, por ejemplo, son un sincretismo de la cultura cristiana y simbolizan la pureza, el duelo de la familia y, por supuesto, una guía de luz para la llegada a este mundo de las almas perdidas.
Junto a las calaveras, una franca alusión a la omnipresente muerte, se coloca el alimento tradición de la región o, en la mayoría de los casos, como lo hemos comentado, el favorito del difunto en vida. Y es ahí donde el Pan de Muerto tiene su importancia y, contrario a lo que muchos piensan, es uno de los elementos colonizadores más importantes de la celebración pues representa la eucaristía y, de hecho, fue introducido en las celebraciones indígenas por los evangelizadores. De ahí que si es de la forma tradicional y clásica, los huesos de masa que lo decoran son una alusión a la cruz. Por último, se colocan objetos personales del difunto para que en su viaje a este mundo, y por unos momentos, pueda recordar su paso por la vida y lo que le gustaba hacer.
La muerte ha sido una presencia ineludible en todas las culturas como una entidad omnipresente. En algunas se le teme mientras que en otras se le rinde un importante culto. No somos ajenos a su fuerza y al poder que representa y, por supuesto, tampoco somos ajenos a la celebración que puede servir para unir las tradiciones de los pueblos y las regiones. Por ello la importancia de la comida en la celebración de Día de Muertos pues es a través de los platillos tradicionales que las leyendas y las costumbres pasan a través de las generaciones, pues los sabores de la familia comunican los recuerdos y, en México, hasta a la muerte la llenamos de sabores.