Por: Carlos Dragonné
Lunes. 7:20 de la mañana y aún no termino de despertar. Amodorrado camino hacia el baño para mojarme la cara y empezar el día. Tomo con mucha tranquilidad el teléfono para ver los pendientes y el sueño se pierde en un remolino de emociones que me golpean el estómago. Joël Robuchon ha muerto. Una embolia pulmonar ha terminado por arrebatarnos al maestro.
Abro la puerta del baño, pálido por la noticia, y la veo a ella. Sus ojos abiertos y cristalizándose con un torrente de lágrimas que viene en camino. Ha visto la noticia, pienso inmediatamente. Mientras baja la primera gota salada por su mejilla recuerdo la vez que, con su llanto, descubrí la pasión que nos uniría para siempre: la comida. Y en esos recuerdos la risa del maestro Robuchon está presente. Su figura, su afabilidad y una frase que quedaría grabada en mi memoria para siempre hace eco de cuando hace ya varios años agradecimos los dos a quien siempre fue un héroe como cocinero para nuestro proyecto de Los Sabores de México y el Mundo y que, como persona, comprobó ser aún más admirable. Eran las 11 de la noche y la vida nocturna de la ciudad de Las Vegas comenzaba en aquel jueves mágico e irrepetible, pero nosotros habíamos concluido una cena en la que cerramos un vínculo emocional con quien habría de volverse el primer gran cocinero de clase mundial en creer en nosotros.
“Ils son mes Mexicains” le diría alguna vez Joël Robuchon a su mano derecha y quien se volvió un querido amigo, Juan Moll, refiriéndose a nosotros que, estupefactos escuchábamos las historias de quien abrió un restaurante ya entrados sus treinta años y quien, menos de una década después, habría comenzado ya a acumular cuanta estrella Michelin pudo y reconocimiento de los más grandes, no sólo de la época, sino de quienes seguirían llegando a una industria culinaria que él redefinió y glorificó como pocos nombres lo han hecho.
Porque Joël Robuchon pertenece a otra clase de cocineros. Esa generación que entendía que su lugar era la cocina, el fuego, la creación y la innovación de las técnicas más refinadas y puras. Él fue de esos cocineros que vivían bajo la mirada de críticos especializados -no los amateur glorificados de esta era digital en la que la inmediatez incluye hasta la experiencia- y miradas de comensales que sabían diferenciar entre la grandeza, la parafernalia y lo francamente olvidable. Fue a esos paladares a los que mesa a mesa fue conquistando, dándose el lujo de sólo crecer, crear, abrir restaurantes y maravillar a 4 de los 5 continentes.
Son poco más de las 2 de la tarde en España. Juan Moll, amigo personal, mano derecha y cómplice de Robuchon por más de 32 años recibe una llamada al celular. Del otro lado del teléfono escucha la voz de ella, la compañera de mis aventuras y entre el llanto contenido para infundirle ánimos a quien ha perdido un pedazo de alma, un guía y un maestro, es él quien la tranquiliza con sus palabras. “Fue el cocinero que alcanzó la perfección en la técnica. Pero más que nada, era un maravilloso ser humano”. Me uno a la conversación y escuchamos nuestras voces a más de 9,400 kilómetros de distancia para abrazarnos con ese extraño calor que puede dar la voz distorsionada a través de la línea telefónica. “Tenía 18 años cuando entró en mi vida, Carlos. Imagina. Más de la mitad de mi vida a su lado. No puedo dejar de agradecer la suerte de haber estado tan cerca de la grandeza”, me dice y alcanzo a escuchar en su voz la paz de alguien que nunca calló sus cariños y que sabe que hay un legado que guardar y proteger. Nos prometemos el uno al otro vernos pronto en España y nos despedimos sabiendo que volveremos a hablar dentro de poco para saber si habrá homenajes especiales al chef del siglo.
La abrazo a ella. Nos tomamos de la mano un segundo y nos miramos a los ojos sabiendo que tuvimos el equivalente de suerte en nuestra vida. Él. El maestro que fuera el primero en hablar contra la mercadotecnia detrás de la lista de St. Pellegrino que parece, año con año, premiar más a los agentes de relaciones públicas que las creaciones que salen de la cocina. El cocinero que abrazó su segunda patria a través de la adaptación de la técnica culinaria francesa a las clásicas y mucho más realistas y prácticas tapas españolas y que, al hacerlo, volvió a revolucionar la alta cocina en el mundo con la creación de L’Atelier. Él que nunca había sido entrevistado por medios mexicanos y que nos concedió horas de su vida para reír, gozar y contar anécdotas cada vez que pudo y en aquellas en que la suerte nos llevó a estar en alguno de sus restaurantes.
32 Estrellas Michelin acumuló en una carrera que se plagó de herencias y enseñanzas, de una camada de cocineros que entendieron que más allá de la portada de revistas lo que importa es la obsesión por el detalle y el respeto a una profesión que parece haber perdido devoción en aras del reconocimiento indebido. Por ello mientras cocineros de menor trascendencia se deslumbraban con los reflectores de los foros de grabación y se ensordecían con los estruendosos aplausos de multitudes voraces de la cercanía de sus ídolos engrandecidos por las pantallas frías que convierten el mensaje en un monólogo, Joël seguía confeccionando sus platillos con la misma rigurosidad uno tras otro en una línea interminable de diálogo con los sabores entre él, sus cocineros y sus comensales.
12 del día en el pacífico mexicano. O quizá las 10. Porque desconozco si está en Puerto Vallarta o en Los Cabos. Mi apuesta es por el primero, pues cada verano decide pasar sus vacaciones en México, tierra adoptada por amor a su esposa y que lo ha abrazado desde que llegó hace muchos años y lo ve volver tras cada temporada que pasa junto a Robuchon como lo ha hecho desde hace décadas. Philippe Braun, la otra mano derecha del maestro no contesta el celular. Lo imagino mirando la playa, la tranquilidad que a veces ofrece el mar y tomado de la mano de su mujer, asimilando la noticia que le fue transmitida hace unas horas desde Alicante. La distancia nada puede hacer para paliar el dolor pero también habrá de hacer maravillas para ayudar a entender que los pasos recorridos han dejado una huella profunda.
Philippe, quien regresó a la cocina con el maestro para la creación de L’Atelier y que formó con él y con Juan Moll ese trío de rebeldes culinarios cuya rebeldía reside en la disciplina y la perfección del respeto a la técnica que ha hecho grande el escenario de la gastronomía francesa en el mundo. Una rebeldía que se hace patente cada día más cuando vemos que la improvisación parecería la nueva especialidad en un mundo que parece darle más valor a un food truck irreverente que a la ceremonia total de servir un menú creado para vapulear los sentidos y cambiar para siempre la memoria gustativa con nuevos estándares. Quisiera hablar con Philippe para rememorar anécdotas con Robuchon, una de las cosas más divertidas de platicar con él, pero dejo de insistir sabiendo que esas anécdotas están pasando en este momento por su mente. Me niego a interrumpir un momento tan íntimo y necesario de Braun. Ya le llamaré en unos días.
Es el principio de la década de los 60’s en Francia. Robuchon entra a una cocina por primera vez y comienza a trabajar en lo que terminaría siendo la industria a la que él mismo definió y no sólo al revés como sucede con las personas ordinarias. Desde abajo en la jerarquía, Robuchon comienza a aprender y crecer, a sacar su talento y a prepararse para convertirse, años después, en una de las grandes leyendas vivientes de Francia, un país que ha dejado siempre en claro que no existe mayor orgullo que su cocina. Joël asume el reto de dirigir la cocina del Concorde Lafayette y, a partir de ahí, todo sería construir el camino hacia la inmortalidad.
Jamin se convertiría en su lugar insignia durante toda la década de los 80. Nunca antes un lugar había conseguido tres estrellas Michelin en tres años. Una por año. Y nunca las perdió. Eran los años en que Joël Robuchon ya llevaba en los hombros la responsabilidad de haber sido nombrado Meilleur Ouvrier de France e iba rumbo a convertirse en Chef de lannee en 1987 para coronarse, tres años después, como Cuisinier du siècle. Tras estos logros que pusieron su nombre en lo más alto del partenón culinario no sólo de su país sino de la gastronomía en pleno momento de globalización cultural, abrió un lugar con su nombre que, por supuesto, sería catalogado como el mejor del mundo. Nada mal para quien había pensado, alguna vez, dedicarse a la vida eclesiástica.
Y entonces el retiro. Consciente de haber pasado la mayor parte de su vida en las cocinas, él se había prometido retirarse a los 50 años de edad. Así llegó 1995 y su nuevo proyecto: desmitificar la gastronomía francesa y llevarla al mundo a través de la pantalla del televisor con la humildad que lo caracterizó y siempre bajo la idea de compartir el conocimiento de tantos años entre cazuelas, fuego, mantequilla y pléyades de cocineros. Fue entonces que comenzó la nueva etapa y se volvió El Maestro, título que hasta parecería demasiado poético y, al mismo tiempo, casi injusto porque no abarca la profundidad del legado que generó año con año.
Entre viajes y enseñanzas, Robuchon dividió su cariño entre Francia, España y Japón, inspiración para el que sería el proyecto con el que volvería del retiro y que, al igual que su misión de trascendencia y educación, desmitificaría la experiencia culinaria de la cocina perfecta en un ambiente fresco sin perder un sólo ápice de la grandeza en ingrediente, producto y refinamiento.
“Cuando comencé en esto, cocinar era una profesión mucho menos glamourosa. Pero tenía la dignidad del artesano”, me dice Joël Robuchon sentados en la mesa del restaurante que lleva su nombre en la ciudad del pecado. Es mayo de 2013 y estamos frente a frente. Él sonriendo como siempre, amante de su labor y de contar historias a través de platos y copas. Yo con los ojos borrosos de lágrimas de emoción que se han ido apelmazando en mis absurdos intentos de detenerlas para conseguir terminar una entrevista que derivó en una plática que nunca terminó y que hoy, mientras escribo estas líneas, entiendo que estaba destinada a no terminar pues las enseñanzas del maestro eran infinitas y fluían como el caudal de un río al que no debe uno perderle jamás el ritmo, sabiendo que cada golpe de la corriente es de un valor incalculable.
En una mesa en la que nos acompañan Juan Moll y ella, esa cómplice con quien he recorrido kilómetros de pasiones desde hace más de ocho años, recorremos su vida desde Poitiers hasta el lugar inalcanzable en el que se coloca hoy y del que, día con día, se baja para recordarnos que la altura se alcanza sólo entendiendo que hay que volver a recorrer esa montaña con el trabajo diario. Una especie de romanticismo de Sísifo pero con el premio de dejar la roca en la cima y bajar corriendo por otra más que habrán de volverse los cimientos de un monumento histórico hecho tan sólo con el trabajo artesano del que habla al principio de nuestra plática.
Es la tercera taza de café y volvemos a sus orígenes y a esa casa en la que nació apenas 8 meses después de la liberación de París de la ocupación Nazi. Nacido apenas tres semanas antes de la firma de la capitulación alemana en Reims, 470 kilómetros al noreste de donde su madre repartía el pan con devoción a sus hermanos en Poitiers, ciudad destruida un año antes y que comenzó su reconstrucción al tiempo que los primeros pasos de Robuchon sonaban en el eco de la casa familiar. Al centro de su ciudad natal está una Estatua de Notre-Dame des Dunes representando a la Virgen María coronada de pie en medio globo sosteniendo al niño Jesús y saludando (o bendiciendo, según lo que cada quién entienda) a la ciudad con el brazo derecho. El niño Jesús sostiene el mundo en su mano izquierda. El mundo en sus manos. Justo como lo tuvo Robuchon.
Un esbozo de ojo cristalino aparece en los ojos de esta leyenda que tengo frente a mi. Entonces, sonríe y recuerda a su madre y la época de una posguerra francesa que, por evidentes razones, volvía humildes los orígenes de todos. “Ella abrazaba la hogaza de pan como acunándola y cortaba pedazos para cada uno de nosotros. Por ello el pan siempre será para mi el más puro símbolo de amor en la mesa. El acto de cortar el pan y darlo no sólo habla de Dios. Me lleva a los brazos de mi madre”. Nunca un pan volvió a saber igual en mi vida.
Es mayo de 2018. 5 años después de aquella plática y, por azares del destino, no pudimos coincidir con Robuchon en aquel lugar en que tuvimos la suerte de conocerlo y cenar a su lado por primera vez. Juan Moll nos dice que hay nuevo cocinero en L’Atelier y que nos esperan a las 8 de la noche para brindar por el placer de volver a romper fronteras y reencontrarnos con el legado de Robuchon. Las primeras copas de burbujas llegan a la barra y al fondo de una cocina que me ha hipnotizado desde la primera vez, Jimmy Lisnard ultima detalles en un platillo que sale rumbo a la mesa que está detrás de nosotros.
“Un evento. Cientos y cientos de platos. Había uno que no estaba servido exactamente como tenía que ser. El maestro lo detuvo, lo regresó a producción y seguimos el evento. Al final del mismo, en la foto oficial, me abrazó y discretamente me dijo ‘Sólo dime si tengo que volver a enseñarte a hacer mi platillo’. No supe qué decir. Así era él. Encontraba el error pero buscaba corregirlo y enseñarte a no repetirlo. Después de años, nunca habré de olvidar ese momento.”, me dice Lisnard después de varias anécdotas compartidas y de recordar, con una sonrisa, el día en el que cruzó las puertas para empezar a trabajar en el imperio de Robuchon y del que nunca ha pensado dar marcha atrás. Reímos discretamente. Cuando nos pregunta por qué, le decimos que ese día en el que él estaba en la línea cocinando un menú para el salón privado, nosotros éramos los que estábamos en el salón, riendo, saludando por primera vez al maestro, llenándonos de admiración y controlando el llanto que hoy, con la nostalgia del recuerdo y la pérdida de quien siempre habrá de marcar el camino en cada sabor que probamos, vuelve a aflorar.
Descansa en paz, gran maestro. El camino habrá de unirnos otra vez para un último brindis y continuar la plática que quedó pendiente.