Hay rutas que se recorren con los ojos fijos en el horizonte, esperando que algo nuevo aparezca más allá de la curva. Pero la histórica Ruta 66, en su paso por Illinois, entre Collinsville, Litchfield, Springfield y Granite City, no es una promesa de lo nuevo. Es una invitación a mirar hacia atrás. En estos pueblos donde los cultivos definen la geografía y la memoria colectiva huele a frituras y rábano picante, el viaje se convierte en algo más que desplazamiento: es arqueología emocional.
Hay un enorme mito que se ha creado desde los medios y la obsesión por mantener las divisiones. Nos han contado una y otra vez que en estos lugares alejados de las urbes, enclaustrados en su ruralismo, todos viven obsesionados con el color de piel y la decisión política del que está en la mesa de junto. Nada más falso, al menos en mi experiencia en Illinois. La realidad es que la gente de a pie, el norteamericano que vive entre granjas, restaurantes viejos, nostalgia y recuerdos de un sueño americano que nunca llegó, vive el día a día sin que le importe si eres azul, rojo, morado o cualquier color que escojas en el espectro de la colorimetría política que tanto gusta a los editorialistas.
Y en ello hay algo que nos deja lecciones en esta histórica ruta 66.
El cerdo como identidad en un sandwich del medio oeste.
Sabes que llegaste al medio oeste americano cuando te sirven un sandwich de lomo de cerdo frito. Hay algo en el corazón del medio oeste americano —especialmente en Iowa, Minnesota y, por supuesto, Illinois— que define este animal como un testimonio cultural. En medio de campos eternos de cultivo de maíz, esta proteína se ha convertido en la narrativa de todos los días, incluso hasta como motivo que llevó a la desaparición de la histórica ruta 66. Ya los camiones que transportan no pasan por este camino olvidado, sino que se ven allá, en la distancia, como escenario de la foto que se me escapó en un atardecer que no pude conseguir. Buen motivo para volver.
El cerdo es, por mucho, la proteína que rige la vida en el medio oeste. Se fríe, se asa, se cura, se añeja… El cerdo va desde la herencia alemana del schnitzel hasta el espíritu americano del pulled pork, pasa por el ahumador y se sirve dorado con pepinillos y, por supuesto, rábano picante. Pero también con pan de maíz, con brioche que no alcanza a envolver la pieza entera pero que es, más que una exageración, una forma de pertenencia y de una clara percepción de uno mismo. Porque aquí importa comer rico, no quedar bien con nadie.
Suena repetitivo, pero es cierto. La cocina es resiliencia.
La cocina del Midwest es, en muchos sentidos, una cocina de resiliencia. No es algo hecho para impresionar en las redes o brillar con técnicas sacadas de los libros de ciencia más que de los recetarios creativos. Es una cocina que se hizo para alimentar al granjero y a los viajeros que atravesaban la ruta 66 en trailers cargados del sueño americano. La comida del midewest está hecha para sostener la memoria y mantener el cuerpo activo. Por eso los guisos, además de cerdo, tienen roast beef, cazuelas grandes de estofados, chilis que hierven y olores a madera recordándonos que estamos más cerca de Missouri que de los grandes lagos.
Esa cocina, sigue profundamente conectada con la tierra y con los ciclos del cultivo. Aquí se habla de disponibilidad de grasa como conservador en el invierno, porque no hay tecnología que supere las tradiciones multigeneracionales. Es, en buena medida, una muestra de que el medio oeste nunca olvida. Por eso es facil encontrar en el Pink Elephant Antique Mall en Livingston, Illinois, una colección diversa de consejos de cocina engargolados con los secretos de familias de la zona. Estos pedazos de historia saben que las manos de abuelas se sabían el secreto de que el recuerdo estaba en el tiempo y la paciencia.
2 años antes de la Ruta 66: Ariston Café.
Esa es, también, la filosofía del Ariston Café, en Litchfield. Uno de los restaurantes más antiguos de la Ruta 66, con una historia que se remonta a 1924, dos años antes de que la mítica carretera fuera oficialmente trazada. Fundado por Pete Adam, inmigrante griego, el Ariston es más que un restaurante: es un santuario del tiempo. Su fachada, su memorabilia y recuerdos no están ahí para atraer al turista, sino proteger el legado. En sus mesas, miles de viajeros han hecho una pausa, han pedido un sándwich caliente o una rebanada de pastel y han sentido —aunque no puedan explicarlo— que algo en su interior se alinea con ese espacio.
El menú no cambia con la moda. El roast beef sigue tan jugoso como lo servían en los años 50 y como parte fundamental de los sandwiches que sirven. La ensalada emblemática es una especie de Cobb pero con su propio twist pero sigue aquí, presente, como si el tiempo no tuviera prisa.
Aquí no estamos en la cacería de estrellas o menciones en la académica lista de James Beard. Estamos buscando un platillo que define la leyenda americana, una declaración de principios que no deja lugar a dudas. Encontramos un propósito contundente de pueblos donde se come lo que se cultiva.
Una panadería al estilo puro del medio oeste en plena Ruta 66.
Justo al lado, y compartiendo ese mismo espíritu, está Jubelt’s Bakery & Restaurant, que comenzó como panadería en 1922 y hoy sigue horneando como si cada tarta fuera un manifiesto de resistencia. Los pasteles de frutas, los panes caseros, los desayunos servidos en platos de cerámica sin pretensión. Aquí, cada receta sabe a domingo después de la iglesia, a cocina de abuela, a infancia sin pantallas de televisión o, incluso, a reuniones tardías para ver las ocurrencias de Jackie Gleason en “The Honeymooners” (disculpen la referencia a Back to the Future).
La Ruta 66 también se expresa con carteles de neon.
Estados Unidos habla en neón. Los letreros brillantes que prometen café caliente, habitaciones disponibles, gasolina a 89 centavos, no son simples decoraciones: son crónica de una historia visual. Y muchos de esos signos nacen —literalmente— en Springfield, Illinois. Ace Sign Company lleva fabricando letreros desde 1940. Comenzó con pinceles y puertas de taxis, y evolucionó hasta convertirse en la fábrica de sueños luminosos que hoy abastece a buena parte del país. Desde moteles en Arizona hasta bares en Las Vegas, pasando por gasolineras en Oklahoma y diners en Nuevo México, los letreros de Ace Sign son testigos mudos del viaje. La palabra “Vacancy” en luces rojas es, para el viajero cansado, más que una indicación: es una promesa de descanso.
En su museo, en Springfield, se conservan rótulos antiguos como si fueran obras de arte. Y en realidad lo son. Porque en el espíritu del Estados Unidos que se desplazaba por una carretera en la que podías reinventarte del otro lado, el único mapa que necesitabas era el color de un anuncio de neon que te llamaba. Decía dónde parar. Te decía que había compañía. Decía que la noche no era del todo oscura y las cenas no necesariamente eran solitarias.
La ruta sobre lo que alguna vez fue la promesa de un país entero.
Estados Unidos en el siglo 21 es un país construido a partir de un sueño americano que te mantiene buscando un futuro que nunca llega. Es una lucha constante sosteniendo los ideales en un pasado que nunca sucedió. En muchos sentidos, es el eterno debate de la historia que los norteamericanos se han contado y que todos, cómplices en su romanticismo, nos hemos creído. La grandeza de un país que abría las puertas a las oportunidades y que fue dejando en el olvido a quienes lucharon y construyeron las bases de lo que son.
Andar en la histórica Ruta 66 tiene algo más que una curiosidad de turista y de viajero. Tiene como motor la búsqueda de esa identidad que nos han vendido en la literatura fundamental del espíritu americano. Esa que tiene ecos de Walt Whitman y Emily Dickinson. La que en el siglo XX nos enamoró de la poesía con Auroras de Otoño y nos llevó Al Norte de Boston; sólo para regresarnos a la realidad de la postguerra de Berryman, Wilbur o Glück.
Sin entender de dónde venimos, el camino no tiene fin
En muchos sentidos, la histórica ruta 66 es el cúmulo de los deseos olvidados de un país que parece perder la identidad a pesar de que está tan marcada en estos rincones que evocan tiempos mejores. Entonces, en medio del discurso político, recuerdo a un amigo preguntándome con sorna y, quizá, censura escondida, por qué estaba haciendo este recorrido.
Regreso a la dramaturgia americana para la respuesta. Porque como dijo Eugene O’Neil: “El pasado es el presente, ¿no? También es el futuro. Todos intentamos mentir al respecto, pero la vida no nos deja” y si no lo entendemos, no hay camino que tenga sentido. Construirnos a partir de las experiencias es, al final, el objetivo de cualquier camino. Hagámosle caso a la historia.