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Guerra de Vinos. Francia VS Italia en Hermitage. Primera batalla.

por Carlos Dragonné

El día de la entrega de la Guía Michelin —de la que ya hablamos, ya se quejaron unos, ya aplaudieron otros— hubo un momento en particular que me pareció un insulto generalizado: Mejor Sommelier. Quiero que quede clara una cosa. No tengo nada contra Lauren Plascencia. De hecho ni la conozco. Me gusta leer que para ella “todo empezó en Jazamango en 2017”… Como dijo Jerry Seinfeld en su discurso de graduación en Duke hace unos días: “Usen su privilegio”. Y vaya que se vale. Tener a Javier de papá algo debe dejar en enseñanza. Pero mientras Univisión le hacía un especialito de televisión sobre “¿Cómo crecer con un papá que cocina rico?”, ya había dos personajes en el vino mexicano que estaban definiendo el papel de sommelier de una manera que ha cambiado la forma en que muchos vemos el vino. Y antes de ellos, otros tantos también. Así que fuera premios esporádicos y de chocolate —o caucho— y hablemos con seriedad. Esto no es una guerra de dimes y diretes. Es una guerra de vinos. Y los generales en ella son dos genios de la industria que traen el ejército más importante de todos: el del conocimiento.

guerra de vinos

Hermitage. Wine War en el Wine Bar. La Guerra de Vinos ha comenzado.

“Hay sommeliers de todo tipo”, dice Miguel Ángel Cooley, con esa voz que encierra la pasión que lo ha llevado a beber cuanto vino se puedan imaginar y aún más. Y tiene razón. Los hay quienes se dedican al servicio, a la academia, a la defensa de uvas, al crecimiento de regiones. Pero todo sommelier que se digne de serlo, debe tener una obsesión por la investigación. Cooley es un obseso incurable en esa área y me atrevo a decir —sin ánimos de lastimar egos ajenos, pero si se lastiman conozco terapeutas que los ayuden—, que es la persona que más sabe de vinos en este país. En mi lista —seguramente incompleta por falta de experiencia— de los cinco sommeliers con mayor conocimiento en México, Miguel Ángel es el número uno y Laura Santander es la número 2. Si quieren saber quiénes son los otros 3, manden mensaje. Les dejo una pista: son dos mujeres y un hombre. Y no, probablemente sólo le atinen al hombre. Ya tienen mi teléfono y mi correo.

En esta Guerra de Vinos la batalla es de gozo para llegar al conocimiento.

Cooley y Santander se han dedicado a viajar, a abrir botellas, a buscar caprichos y encontrar la parte más importante del vino: el amor por lo que pasa cuando ese corcho que divide la imaginación de la realidad se desprende. Su profunda pasión los ha llevado a tener favoritos y, estoy seguro, a cambiarlos cada semana. Pero siempre han sido claros en que, a pesar de ser una biblioteca andante, aún les falta mucho por aprender. Y no se detiene. Laura Santander, a quien conocimos ya como una sommelier consolidada cuando quienes presumen premios aún no tenían ni permiso legal para abrir una caguama, es la imagen de lo que un sommelier debe representar para el público en la mesa. Esa figura que desmitifica el vino y que hace que el conocimiento sea accesible, que explica y enamora sobre las uvas que a ella la enamoraron. La voz de Laura se ha convertido en un referente del vino a la mesa real, fuera de la pretensión y el esnobismo con el que, por décadas, relacionamos el líquido de Dionisio.

Y estos dos, como socios en Hermitage, están jugando a ponerse reto tras reto. Y todos están invitados.

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Francia e Italia. La guerra de vinos más lógica.

“Le declaro la guerra a mi enemigo que es…”, solíamos gritar en las calles y los parques públicos mientras jugábamos de niños —sí, queridos amigos digitales… antes jugábamos en los parques con gises, piedras y pelotas— y corríamos esperando ganar en un interminable juego de persecución y risas. Por siglos, Francia e Italia han estado en guerras. Muchas literales y algunas, las que nos importan en este artículo, guerras ideológicas sobre quién es mejor en… escojan. Hay quienes (sí, ya se que están mal) prefieren una Ciabatta a una Baguette, o quienes se quedan con un Mont D’Or en lugar de un Caciocavallo (también… aunque no lo crean, los hay). Pero cuando hablamos de vino, entonces sí se puede desatar una batalla que puede acabar entre copas volando como si Joan Collins, en su mejor versión de Alexis Carrington, estuviera discutiendo con Blake Carrington. Y si tienen que buscar la referencia que acabo de hacer en Google, entenderán por qué especifiqué que antes solíamos jugar en parques. 

El punto es que cuando hablamos de vino, Francia e Italia han estado siempre en la batalla de los paladares de quienes adoramos el sonido del descorche, las pláticas largas, la buena comida y, sobretodo, el aprendizaje de grandes maestros. Con ello en mente, Cooley y Santander se buscaron cuatro batallas en las que se lucharía con la técnica clara del vino —ya saben, vista, nariz y boca—, pero también con lo más importante: la subjetividad del mismo. Porque de eso se trata cada copa servida, al final del día.

En la Guerra de Vinos, las botellas son el mejor recuento de los daños.

Dice Cooley mientras nos cuenta lo que tiene en mente: “el punto de llegada es encontrar al wine lover, ese que sabe e investiga, que aprende y abre vinos por el simple placer de disfrutarlo”. Me declaro culpable de muchos muertos en la guerra por buscar la mejor botella.

Es entonces cuando entra un sistema de puntaje que hará una noche de enseñanzas más que placentera: divertida. Porque el vino se trata de cuál te gusta más, de cuál disfrutas y, sí, a veces de cuál vence o no las expectativas que tenías de él. Y entonces me viene a la mente una frase que aprendí hace años: el mejor vino es el que te gusta.

Los ejércitos del Wine War están listos. Que empiece la Guerra de Vinos.

Cuatro batallas. 16 invitados en la mesa. Copas listas. Armas listas. ¿Cuáles serían nuestro río Volturno? ¿Cuál de nuestros ejércitos saldría avante de la batalla de Fornovo? ¿De qué lado de nuestro personal río Somme estaríamos en esta ocasión? Y, más importante, ¿a dónde se inclinaría la balanza de esta batalla de otoño de nuestra mesa? Pero, más intriga aún… ¿sería el ejército favorito el que terminaría ganando la batalla? Esa pregunta hacía eco porque, al final, la guerra más importante no era el puntaje entre todos, sino la interna, esa en la que apoyas a uno pero secretamente el otro te conquista sin darte cuenta.

Fueron cuatro ejercicios. Batalla de Blancos, Batalla de Espumosos, Batalla Ciega, Batalla de Joyas. Ejércitos listos, Miguel Ángel y Laura se lanzaron a la batalla que se libró en nuestras copas, en el juego de los prejuicios, en los pretextos de “a mi nunca me han gustado los franceses salvo algunas excepciones”. Yo dije, en una de las batallas, “no hay forma que gane Francia” cuando vi las uvas que estaban frente a frente. Parecía tan seguro de mi victoria como Erich Ludendorff de la suya en la primera guerra mundial. Y de eso se trató, por mucho, el ejercicio en Hermitage con el que Miguel Ángel Cooley y Laura Santander se dispusieron a jugar con quienes ahí estábamos.

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La batalla es con uno, con sus prejuicios, con la idea que tenemos.

El mejor momento de ello fue la batalla a ciegas. Es importante definir que la mejor manera de aprender de vinos es haciendo catas a ciegas. Es así como de pronto entendemos lo poco que sabemos y las sensaciones técnicas y subjetivas se reforman, contraen y reproducen. “¿Cuál es el que te gusta más?” se convierte, de pronto, no sólo en la pregunta más importante, sino en la razón de la existencia misma de estos ejercicios.

El vino es, por naturaleza, democrático. Y, sin embargo, hemos constantemente mantenido un halo de superioridad moral e intelectual sobre el mismo con el que, de hecho, le hacemos más daño al vino de lo que lo ayudamos. Alejamos a los nuevos paladares con tres palabras de tecnicismos aprendidos media hora antes o, peor, con repeticiones de frases escuchadas en mesas de conocedores en las que apenas nos hemos sentado un par de veces.

Hemos peleado guerras en nombre de Dios… cualquier Dios que se les ocurra. Pero Martin Lutero decía que “La cerveza la hacían los hombres. El vino, ese lo hace Dios.”. La Guerra de los Vinos en Hermitage es, quizá, la única guerra religiosa en donde todos ganan y la paz se alcanza sin disparar el primer cartucho. Porque es una guerra en la que podremos tener favoritos, pero lo único que está en juego es el saber que, para algunos, el paladar estaba en el terreno equivocado. Vi a más de uno cambiar de alianza conforme avanzaban las lágrimas en las copas. Yo, al menos, me confieso uno de ellos.

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Wine War, Hermitage y el conocimiento para todos.

En toda batalla siempre emerge un héroe. Independientemente de quién gane la guerra, siempre hay historias de los esfuerzos superhumanos de quienes escriben con letras de oro su nombre. Desde John Basilone en la batalla de Guadalcanal o Desmond Doss en Okinawa —de este último pueden ver la cinta Hacksaw Ridge dirigida por Mel Gibson—, las voces de quienes cambiaron el curso de una o varias guerras está ahí en los anales de la historia.

Sus hazañas, aunque quisiéramos que no hubieran sido necesarias, están ahí para aprender de ellas. Por ello recordamos a Witold Pilecki, Deborah Sampson, Jennie Hodgers, Cathay Williams o hasta Lydia Darrah, quien cambió el curso de la Independencia norteamericana por un simple giro de suerte y su voluntad de actuar. Aquí, las acciones pueden ser mucho menos consecuentes en el panorama global, pero al final de la noche uno puede estar seguro que si John Keats hubiera estado esa noche en Hermitage, quizá su famosa frase “Give me books, French wine, fruit, fine weather and a little music” podría haber incluido un Nebbiolo o un espumoso de Franciacorta en Lombardia.

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