Por: Carlos Dragonné
Mediodía en una de mis ciudades favoritas del mundo. Denver me recibe con el clima que siempre me hace volver a esta ciudad y la grandeza visual de las montañas que, a donde uno dirija la mirada, nos enseña lo pequeños que somos en el gran escenario de las cosas. Sabía que era el primer paso en un viaje que duraría casi 4 semanas y me llevaría a tres estados distintos pero hay algo en Colorado que me llama desde los espacios de la ensoñación infantil, de los recuerdos de aquel adolescente sentado en la sala de cine viendo una película sobre una familia, los conflictos de principios del siglo XX y el río que unía no sólo las historias sino que borraba, con la fuerza de su cauce, las diferencias y los olvidos. He tardado 38 años en venir a descubrir esto que he querido hacer siempre y, como en cualquier cosa que nos toma tanto tiempo decidir, me pregunto qué fue lo que me detuvo por tantos años de intentarlo.
Tomo la carretera que tantas veces he manejado rumbo a Castle Rock y Colorado Springs. Ella, mi cómplice de siempre, viene a mi lado, mira el camino con la emoción contenida de saber que Colorado Springs nos espera para poder disfrutar de un pequeño tesoro entre las montañas rocallosas. Tras un par de días en los que íbamos y veníamos más allá de las ciudades turísticas y las guías de siempre, tomamos camino a donde tantos recuerdos se guardan: The Broadmoor, una propiedad con un especial lugar en la memorabilia de nuestras historias y donde Cassidy Boone esperaba para tomar fuerzas en La Taverne, el restaurante insignia de un hotel que este año llega al centenario y que avienta la casa por la ventana para levantar la voz con dignidad en medio de Colorado como el estandarte máximo de lo que significa el lujo y el buen gusto.
Abrazo a Cassidy. Ha pasado casi un año de la última vez que nos vimos y unos meses desde que un conflicto de último momento en mi agenda me privó de caminar la ciudad de México con ellas dos pues, al final, mi cómplice perfecta gozó de su compañía en las calles de Polanco y buscaron juntas por los rincones los sabores de casa que tanto queremos y que tanto defendemos. Nos reímos los tres con ese cariño que se guarda para la familia que uno escoge y cruzamos las puertas para empezar lo que parece una aventura pero que, en realidad, está a punto de convertirse en un punto medular de mi biografía, si es que alguna vez siento que puedo o debo escribir una.
Y es que sigo sin saber que está a punto de darse una sucesión de hechos que atarán la realidad con -como se los mencioné arriba- ensoñaciones de la infancia y la idealización de la vida tranquila en un país que terminé por amar como la tierra propia sin que ello disminuyera el amor por la que tierra que me vio nacer. Entonces subimos al auto y nos encaminamos a Lake George, a poco más de una hora de The Broadmoor y el escenario va convirtiéndose en eso que me encanta de Colorado: montañas, árboles y ríos en espacios abiertos, vacíos de personas, sin la vorágine citadina y con el claro mensaje de que la vida que conoces no es, de ninguna manera, la vida que deberías tener.
Dejamos la carretera principal y entramos a Tarryall Rd., donde llegamos rápidamente a lo que será nuestro hogar por los próximos días: The Broadmoor Fishing Camp, parte de las Wilderness Experiences que tienen para sus huéspedes y que teníamos en la lista de pendientes en este estado. Y sí… es un poco lo que estábamos esperando y un mucho de lo que creíamos que sería. La elegancia de la propiedad ancla está presente pero con la sencillez del concepto mismo de estar en medio del bosque, a escasos pasos del río Tarryall y sin compañía más allá de nosotros y quienes nos abren la puerta de un lugar tan especial.
Apenas desempacados íbamos rumbo al río, con nuestras cañas dispuestas y un centenar de ideas en la cabeza de lo que haríamos al momento de encontrar ese mítico pez del que Tim Burton habla en su película fantástica sobre los recuerdos que se construyen para sustituir los que se tienen o, incluso, sobre ese específico recuerdo cinematográfico del que les platicaba en el arranque de este texto, en donde Tom Skerritt lanza el anzuelo no para buscar la captura sino para dejar ir lo que él carga y tener espacio para lo que abraza con sus hijos, interpretados por Craig Sheffer y un desconocido -en aquel momento- Brad Pitt. La cinta se llama A River Runs Through It y aunque el escenario de la historia no es Colorado sino Montana, no será la única vez que llegará a la memoria o, incluso, a las pláticas. Y es que, quizá, lo que menos tenía en mente Norman Maclean cuando escribió esta historia era la geografía donde pones los pies y más bien tenía claro que lo importante son las coordenadas donde tienes el alma.
Llega la primera noche tras una larga tarde en la que ninguna trucha decidió regresar con nosotros y yo camino con una especie de sensación de derrota en unos pasos y de reto para el día siguiente en otros rumbo. Al entrar al comedor encuentro a Skip, bombero retirado que encontró una nueva pasión en la cocina y que, bajo el ala de Scott Tarrant y su esposa, decide los caminos de sabores que habremos de vivir quienes atravesamos las puertas de las cabañas. La cocina de Skip es amor puro y te abraza no sólo desde la llegada, sino meses después al recuerdo de cualquier bisquet que te lleva de regreso a los sabores de su postre, sencillo como pocos, pero que trasciende a los recuerdos y los retos de hasta el más fino experto pastelero.
Si la energía eléctrica se hubiera ido en ese momento y hubiéramos tenido que iluminar nuestra noche con velas y la calidez simplista del fuego hubiera sido, quizá, el punto cumbre de lo que habíamos imaginado. Pero, entonces, la vida se encarga de recordarnos que hasta para los recovecos de la imaginación hay mejores escenarios. Scott se sentó a la mesa y ahí, con Skip, Cassidy, mi cómplice inmejorable y Blue, un labrador que puede definir el concepto de plenitud y felicidad en tan sólo una mirada, la magia sucedió.
Me gusta imaginar que el optimismo no es una esperanza perdida. Soy de aquellos que van por la vida creyendo que en algún momento el romanticismo habrá de premiarnos con un pequeño pedazo de realidad no tan gris y lleno de tropiezos, sino de aquello que has crecido creyendo que es real. Porque de esas pequeñas realidades y suertes está hecho el combustible del día a día que nos ayuda a sobrevivir lo que puede ser un caos en el que apenas somos un pequeño bocado devorado por algo gigante que no llegamos a comprender pero del que estamos siempre buscando escapar.
Me siento bendecido, dice una y otra vez Scott cuando nos cuenta su historia, una que encierra el verdadero significado del esfuerzo y la recompensa, de la dedicación y la devoción a ser lo que uno busca y no lo que otros quieran. Estamos intentando realizar lo que las demás personas creen que deberíamos y, a veces, el éxito lo definimos a través de los ojos de otros y no a través de ese niño que siempre seremos y al que, tristemente, muchos terminan enterrando entre las responsabilidades frías del adulto. Scott detuvo su entrenamiento médico para dedicarse un verano a ser guía de pesca en las aguas de Colorado. Y, entonces, la vida lo fue aventando hacia otros caminos con la gente que iba conociendo entre el lanzamiento de anzuelos y las corrientes a las que te enfrentas pacientemente buscando que ese pescado conecte con la caña que empieza en tus manos.
Habiendo dejado la medicina pero nunca la aventura al aire libre, Scott terminó convirtiéndose en uno de los administradores de proyectos turísticos más importantes. Imaginen estos grandes hoteles que entran inevitablemente en crisis económicas cuando van chocando contra la realidad de erigirse en donde escogen. Ahí es donde año con año y proyecto tras proyecto Scott llegaba a poner orden como contratista y administrador, haciéndose de un renombre en una industria en la que nunca esperó estar y en la que se hizo de un ahorro del que no gozaba, una esposa a la que no veía y un nombre que, cuando la crisis del 2008 explotó, no sirvió de mucho para amortiguar la realidad.
Fue una bendición para mi porque tuve que tomar una decisión, me dice mientras llegamos a una parte oscura de lo que han sido los años que ha trabajado. Siempre agradecido con su mentor y amigo hoy retirado y enfermo, Scott se descubrió en una situación en la que todo sabía a y parecía fracaso a su alrededor. Su empresa quebrada y él sin trabajo, con un divorcio a cuestas y demasiado grande para continuar su sueño de convertirse en médico, las palabras de su madre hacían eco en su cabeza y le impulsaban a siempre dar un paso más, un último esfuerzo, un intento extra para sobresalir en una comunidad que no le dio la espalda pero que tampoco le tendió la mano como tabla salvavidas.
Ahí está de nuevo esa palabra: bendición. Y entonces la decisión de volver a las aulas médicas. Y de buscar un posgrado de investigación en cardiología en la Universidad de Colorado, trabajando día y noche en el Anschutz Medical Campus. Sí… Philip Anschutz, el dueño de The Broadmoor. Pero ya llegaremos nosotros a esa parte de la historia aunque me la guardaré como anécdota de la vida que ha pasado frente a los ojos de éste hombre. Pero sólo porque les he de contar el último pedazo de realidad y el ruido increíble de ese río que corre sin detenerse no sólo en las montañas sino en los espacios de nuestra mente y va derribando las presas que la vida misma ha construido a base de conceptos ajenos y de creencias de otros.
Scott continúa su historia y yo pienso que el tiempo no va a alcanzarme para escuchar cada detalle que me tiene intrigado. Entré a la oficina de la Directora de la investigación que estábamos realizando y dije ‘No puedo más. Lo siento. Te ayudo hasta el final de la investigación para que no tengas que parar, pero esto no es lo mío’. Salí de ahí y llegué a casa queriendo entender qué había hecho mal. No era médico, no tenía trabajo, mi matrimonio había fallado y mis ahorros se habían terminado. Entonces le escribí un correo electrónico a mi exmujer en el que le pedía perdón por haber sido un fracaso. Alcanzo a ver un brillo inusual en sus ojos que me indica que contuvo las lágrimas en medio de la historia. Respira un poco y abre una cerveza mientras yo bebo otra esperando un brindis que se que habrá de llegar mientras, como escritor, agradezco estar escuchando esto y soy yo el que, ahora, entiende que las bendiciones llegan en la forma más extraña. Ella contestó casi inmediatamente. Me mandó una fotografía mía en la que estoy guiando a dos clientes en el río y estamos pescando. Se me ve sonriendo. La fotografía incluye un mensaje de ella diciendo: ‘Nunca fuiste un fracasado. Yo me enamoré de este hombre. Sólo tienes que volver a buscarlo y ser feliz’.
Me quiebro. Las lágrimas empiezan a escurrir por mis mejillas de manera automática. Mi cómplice me mira y aprieta mi mano que lleva sosteniendo por más de veinte minutos esperando que pase esto pero, de ninguna manera, con tal intensidad. Al otro lado de la mesa, Cassidy Boone, quien me ha visto reír hasta que nos duele el estómago, abre los ojos y alcanzo a ver en ellos las primeras lágrimas detenidas por la sorpresa de verme así, con un llanto casi incontrolable en medio de la montaña en Colorado y, al mismo tiempo, con una especie de sonrisa que no busca protegerme de la sucesión emocional que se viene como avalancha, sino como una sincera muestra de felicidad por lo que acaba de pasarme.
“INT. TIENDA DE CHEMA – DÍA.
Chema abre el regalo. Es una foto enmarcada de él con Pedro, su mejor amigo. En la foto se ve una manta que, arriba de ambos, dice “Feliz segunda oportunidad”. Chema sonríe y dejá la foto en el centro del mostrador.”
Así arranca el párrafo de la última escena de un guión que escribí hace poco más de año y medio a manera de liberación de demonios y de historias personales de fracasos y reconstrucción de sueños. Una historia que me urgía sacar de los espacios más profundos de mis fracasos no contados y que era una llamada de auxilio para explicar que creo en las segundas oportunidades y las lecciones que necesitarlas nos deja en los tropiezos. Porque esos tropiezos son, quizá, la manera en que la vida está queriendo detener nuestro camino errado para ver si hacíamos algo por cambiarlo. Porque he querido repetirme muchas veces que reinventarse no es fracasar, sino buscar lo que nos construyó desde pequeños y lo que va haciendo que los nuevos aires se vuelvan tan urgentes como respirar. Entonces levanto la mirada y miro a Scott, esa definición de personaje que busca sin cesar entre dudas y miles de cuestionamientos pero con sólo una cosa completamente clara: no hay que rendirse nunca, aunque duela, aunque no te des cuenta de cómo lo haces. Hablamos del cuento corto de Norman Maclean y del río que corre a través de todos nosotros mientras andamos buscando cómo mantener la estúpida necedad de quedarnos en la orilla o fuera del cauce por miedo a que nos arrastre sin que logremos entender que es justo el ser arrastrados lo que nos lleva a las aguas que debemos dominar plantando los pies firmes y logrando que la vida no sólo pase ante nosotros, sino que seamos nosotros los que hagamos que la corriente cambie de curso hacia lo que queremos que sea.
Pienso en el sueño americano. No el del marketing que hemos visto desde hace casi cincuenta años con una casita y una cerca blanca de madera mientras un Studebaker Champion adorna el garage y una manguera va volviendo más verde el pasto de un jardín inmaculado. Pienso en ese sueño americano escrito en la Declaración de Independencia como uno de los derechos sagrados e inalienables, donde perseguir la felicidad es fundamental porque sólo así se alcanza la libertad. Pienso en una enorme cantidad de personajes de mi guionista favorito que he visto pasar por la pantalla y me vuelvo a quebrar entendiendo que ahí, en las montañas de Colorado, vive una versión de carne y hueso que no ha cedido el optimismo y el idealismo a la vorágine misma de la vida, aunque la suya haya sido aún mucho más violenta que la mía y yo, débil en muchas ocasiones, haya sucumbido a la tentación de ser definido por otras voces y por otros ojos.
Termina la noche con más detalles de la historia y me voy a dormir convencido de que la pesca del día siguiente habrá de ser exitosa. Y lo es en cierta forma. No porque haya yo llenado las redes de Steve, paciente como pocos en la enseñanza del lanzamiento y el control de los animales que cruzan el río, sino porque logro entender parte de lo que hablamos la noche anterior con Scott. Pescar no es tanto sobre capturar al animal sino sobre liberar a los monstruos que llevamos dentro. Por eso bien dicen que se trata de algo que debe llevar su tiempo. El río mismo que corre a través de nosotros está pacientemente esperando que nos quedemos inmóviles para dejar salir lo que nos estorba.
Pescar es una alegoría fundamental de la vida misma. El lanzamiento del anzuelo y la espera son la definición de lo que la vida debería ser, el lanzar la línea y esperar, perseguir pacientemente algo que, en muchas ocasiones, no va a llegar por más movimientos que hagas o, incluso, no va a llegar justo por los movimientos que haces, equivalentes a las decisiones que tomas. Te tocan en esta vida anzuelos vacíos o, incluso, carnadas perdidas para siempre, llevadas por una corriente a la que nunca entendiste. Y ahí vas de nuevo, a rearmar tu carnada, escoger una nueva que pueda atraer lo que persigues de una mejor manera y esperas, firme y de pie en medio del río, sintiendo la fuerza de una corriente que quiere tirarte y llevarte a donde no puedas montar equilibrio. Puede pasar, pero en tu decisión y fortaleza está el sobrevivir los embates del agua fría en la que se encuentra el preciado tesoro.
Y a veces lo logras. A veces tu anzuelo es perfecto y el movimiento de tu mano también. Vas atrayendo hacia ti y giras el carrete hasta que puedes dar el último jalón y levantar del agua lo que buscabas. Grande, pequeño, suficiente o no, lo tienes. Pero, como en la vida misma, cuando has conseguido abrazar a tu presa, debes dejarla ir para que se convierta en la meta de alguien más porque es hora de perseguir mejores presas y comprender que cada vez que sueltas la carnada hay un mejor pez esperando a llegar al final de tu línea, porque la seducción de esto es hacerte parte del eterno estira y afloja entre tus sueños y tus convicciones, entre los retos y tus capacidades. Vaya… pescar es una danza entre las ganas de vencerte a ti o dejar que la corriente se lleve lo mejor que tienes. Y, como dice el proverbio chino, el río tiene esa magia de no ser nunca el mismo lugar que pisaste. Es, incluso, ese espacio en constante transformación que no parece que no cambia nada pero que te va cambiando desde lo más profundo a ti.
He vuelto a las páginas de A River Runs Through It y a la película que dirigió Robert Redford en 1992 desde que volví a la ciudad de México un par de veces. Me senté a escribir este texto un par de semanas después de la muerte de Anthony Bourdain. Y, curiosamente, unos días antes de llegar a Colorado, leía The Nasty Bits, una de las colecciones que junta ensayos y artículos de Bourdain sobre sus viajes y sobre la vida de ese periodista y cocinero que definió la búsqueda a través del viaje. Decía Bourdain en su libro: “Viajar te cambia. Mientras te mueves en esta vida y en este mundo, cambias las cosas ligeramente, dejas marcas detrás de tí, aunque sean pequeñas. Y a cambio, la vida -y los viajes- dejan marcas en tí. A menudo, esas marcas pueden doler. Pero la mayor parte del tiempo esas marcas -en tu cuerpo o en tu corazón- son hermosas.”.
¿Ha sido un viaje que me llevó a lo que imaginaba mientras veía una y otra vez la cinta de Redford? Podría contestar que no porque no pesqué una sola trucha en este viaje. Tras horas de paciente espera en diferentes puntos de la corriente, los días se terminaron mientras escuchaba la voz de triunfo de Cassidy a unos cien metros, experta ella en pesca desde pequeña y yo me convertía en lo que, con las horas, se volvió una broma entre nosotros: El Rey de la Pesca Vegana.
Pero también puedo decir que fue más de lo que me imaginé durante años con la ensoñación que puede permitir nuestra niñez y la inocencia de ver las cosas a través del velo fantástico creado por el cine. Porque ahí estaba ella, mi cómplice absoluta, moviendo poéticamente su brazo y dejando que la línea saliera volando hacia enfrente para ver caer el anzuelo en una zona del río y, entonces, esperar, mirar a la corriente con esa determinación que le he visto tantas veces cuando persigue un sueño. Su línea se tensa y la veo girar el carrete y atraer la presa hacia ella. La veo concentrada y feliz y recuerdo a Scott la noche anterior diciendo una y otra vez la misma palabra. Y coincido con él. He sido bendecido por la vida tantas veces…