Por: Carlos Dragonné
Pasaron muchos años antes de que leyera el Quijote. La obligatoriedad de la obra en la escuela me pesó todo el año escolar y logré –confesión de parte a más de veinte años del hecho–, con ayuda de un amigo y un poco de trampa en el exámen final, terminar la educación media superior y universitaria sin abrir la emblemática historia de Cervantes. Entonces, hará cosa de unos 5 años, me encontré una edición en una tienda de libros viejos y me di a la tarea de recorrer La Mancha de la mano de Alonso Quijano, Sancho Panza y cuanto personaje se toparon en el camino. Y bebí, bebí mucho en páginas y anécdotas. Bebí vinos de Ciudad Real y caminé por el Bosque escuchando a Sancho vanagloriar las uvas, los recuerdos y el conocimiento adquirido a base de levantamiento de copas y cañas.
Decía Cervantes en su Magnus Opus que quedarse sin vino era una desgracia. En un pasaje en la primera parte, Sancho Panza sufría por las desventuras vividas y lloraba la peor de todas, tener vacía la bota y la copa. Aunque podamos hablar de los gustos literarios y de quienes no han abierto el libro, la realidad es que El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha es, además de un hito en la literatura de nuestro idioma y un obligado referente en muchos temas, un interesante punto de partida para hablar de vinos, de uvas, de la experiencia culinaria en la región de La Mancha y la imperiosa necesidad de saber beber y de saber saber.
En los últimos años parece una especie de misión colectiva el concepto de “desmitificar el vino” y hacerlo “más para las mesas y menos para los sommeliers”, como diría una conocida de la industria. Pero entonces regreso al Quijote, a esos recorridos en los que el vino servía para el paseo de la noche en Sancho Panza o, incluso, como el bálsamo que, mezclado de alguna otra manera, curaba los dolores de la derrota contra aquel moro encantado.
En la icónica lucha contra los molinos de viento, Sancho viene, de hecho, caminando “muy despacio sobre su jumento, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga” Alonso Quijano va y viene con la frente golpeada y el orgullo desgraciado, Sancho disfruta el vino en entero placer mientras Quijano sólo deja a un lado el código de los caballeros andantes para que el bálsamo de la uva le sane la apaleada de la lucha incansable o se convierta en la sangre del gigante que el Quijote enfrente mientras Sancho intenta pedir ayuda para su señor, mientras el tendero, a la sazón de las súplicas del escudero, dice “Que me maten si Don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe ser lo que le parece sangre a este buen hombre”.
Es Don Quijote que usa el código de los caballeros andantes para no beber porque sabe que el vino está prohibido para aquellos “están llamados a desfacer entuertos”. Pero es Sancho Panza el que se vuelve más que el fiel escudero, el catador y conocedor de vinos, la referencia misma del orgulloso reconocimiento en el bosque y el gran actor que acompaña los capítulos y sobrevive los dolores de la dolorosa realidad a través de las copas y las uvas. Así, entre cañas construidas para que bebiera el protagonista y momentos de realidad que su acompañante convierte en jornadas que esconden la precariedad y tristeza de los hechos mismos, el vino se vuelve un interesante protagonista que termina, en nuestro mundo, como una referencia literaria sobre la cocina manchega en un libro que, además, también termina siendo una especie de tratado sobre la gastronomía.
Y algo debía saber Cervantes de vino, amante del vino de Esquivias sólo gracias a la vinculación emocional con la tierra de su mujer, Doña Catalina Salazar, pero realmente conocedor y promotor de los vinos de La Mancha, aquellos de Ciudad Real y la región que hoy llamamos Denominación de Origen, cosa que queda de manifiesto en toda su obra, no sólo en el Quijote, sino en Coloquio de los Perros, y hasta en la comedia La Gran Sultana, Doña Catalina de Oviedo, en donde hace referencia importante de los vinos que hoy son parte de la DO.
Volviendo al Quijote, en toda la aventura está presente el disfrute y el gozo de este en La Mancha. Más de 40 veces se le menciona en la aventura, siendo un diálogo de Sancho Panza en el bosque mi favorito, en donde se reconoce la grandeza del vino e, incluso, se desnuda la estirpe de conocedores empíricos de donde viene nuestro escudero favorito, reflejo de él mismo, quizá, pues Cervantes era lo que llamaríamos hoy un conocedor o degustador, con una nariz importante para descubrir los orígenes, tierras y elementos del vino.
Quizá de ahí que Sancho tenga esa estirpe que presume en su diálogo ya mencionado. Quizá de ahí, también, que Cervantes no tuvo empacho en mostrar sus aficiones enológicas en toda su obra y que fuera, de hecho, La Mancha la región de sus predilecciones. Además, el diálogo interno que establece Cervantes es de un disfrute importante cuando entendemos que es a través de Sancho donde desnuda sus gustos. En verdad señora –respondió Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia: con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita; bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o mal criado, que a un brindis de un amigo ¿qué corazón ha de haber tan de mármol, que no haga razón?”, declaraba Sancho. Y sí… ¿qué corazón de haber tan de mármol podría rechazar una copa de vino?
La Mancha es una denominación de origen que no nos viene tan rápido a la mente cuando pensamos en los vinos españoles. Sin embargo, sus uvas tienen una identidad y una fuerza interesante. Tempranillo y Airén son las dos que mayor territorio tienen y, por lo tanto, las identidades de una región vinícola que es la más grande del mundo.
“Oh, hideputa, bellaco y cómo es católico”, decía Sancho Panza, como uno de los grandes reconocimientos al vino que bebía en el bosque. Y no era para menos. La uva Airén, por ejemplo, emblema de la denominación –y, confieso que hasta hace poco, era desconocida para mi-, tiene una sutileza en boca que ayuda a la versatilidad de maridajes no sólo de la cocina manchega, sino de nuestra cocina mexicana. Pero aquí es donde, cual recorrido del Quijote, aún hay capítulos enormes que avanzar. Porque si hablamos de las uvas, además de la ya mencionada, tenemos en los blancos Chardonnay, Gewürztraminer (que la amamos), Macabeo, Moscatel, Parellada (otra que tendré el gusto de descubrir), Riesling, Sauvignon Blacn, Torrontés, Verdejo o Viognier. Y si pasamos al tinto tenemos Bobal, Cabernet Franc, Cabernet Sauvignon, Cencibel, Garnacha, Grciano, Pinto Noir, Syrah, Moravía o la grandísima Tempranillo que es, sin duda, la que levanta junto a la Airén, la bandera de la región.
Entonces, buscándole la manera de hablar de la grandeza de una región vinícola que no sólo en tamaño es envidiable sino también en la variedad de uvas y tipos de vino que tiene para llevar a la mesa, llevo horas devanándome los sesos buscando la forma correcta de reconocer el reto que tengo enfrente. Y regreso, entonces, a Cervantes y sus letras. Y regreso a Sancho, al final de la historia, cuando ya todos miramos hacia atrás en la aventura de Alonso Quijano y él, cansado y leal como siempre, reconoce su mayor deseo:
“Yo no quiero repartir los despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que lo tengo, que me dé un trago de vino, que me seco”.
Nadie habrá de negar que hay días en los que casi palabra a palabra he de decir lo mismo.
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