Por: Carlos Dragonné
París tiene esa magia que se esparce por las calles en las mañanas. Esa magia que se transpira en las panaderías y en los cafés, rellenando las calles con su aroma mientras termina de amanecer con el sol pegando en Pont Des Arts y reflejando la luz en el Sena. París llena de romanticismo la atmósfera porque, desde siempre, nos hemos imaginado a los herederos de Cyrano recitando versos en Champs Elysses mientras la mujer perfecta pasa frente a nuestros ojos. Jerry Mulligan lo descubrió también, cuando miró a los ojos por primera vez a Lise Dessin. ¿Y cómo no enamorarse cuando recién terminaba la guerra y lo único que buscaba era alejarse de esos horrores a través del arte? Bueno, yo tenía ya una ventaja… yo ya estoy enamorado, y mi particular Lise Dessin ya la tengo cerca, y París… oh, París… si bien no puedo estar ahí ahora, sí tengo manera de emularlo, de buscar esos aromas que se escapan de las boulangeries y mirar mi mesa entre queso y vino, de noche y de día. Mi propio Flodair Café está en la calle Lafayette, en Soho, y apenas a unos minutos en el metro, a dos cuadras de NYU –otro elemento de esta ciudad que tiene importancia en mi vida y mis anhelos–, me senté, respiré el aroma de un croissant casi recién hecho y esperé que llegara el café matutino, y los vinos… Porque hoy tocaba no sólo la delicia de una mañana con ese romanticismo francés. Hoy también era el día en que regresábamos a la grandilocuencia del musical americano en todo su esplendor, a la creación de quienes construyeron el teatro musical como lo conocemos hoy. Hoy nos tocó París… en medio de la ciudad más diversa que tiene este país y sí… nos volvimos otro más, un Americano en París.
Lafayette Grand Café & Bakery tiene ese doble espíritu entre el confort y los sabores definitorios. Estando tan cerca de NYU, no es sorpresa que las mesas se llenen de jóvenes estudiantes con sus computadoras, sus libros, sus pláticas entre alegres y estresantes por los exámenes por venir y el público de Soho que es tan particular y, a la vez, tan indescriptible. Sin embargo, como estamos aún en vacaciones por estos lares, lo que nos tocó fue un lugar tranquilo, con gente leyendo y disfrutando del café tempranero y algunos que han hecho suyo el concepto nacido en esta ciudad: el brunch. He de confesarles que llegué ya habiendo desayunado algunas horas antes, así que cuando el mesero me propuso una tabla de quesos y un vino blanco Champalou Vouvray para acompañar ese aperitivo, no pude negarme en lo absoluto. Como tampoco pude negarme a cerrar con un café preparado como se debe –es impresionante como cada vez hay menos lugares que sepan cómo tratar un buen café– y un croissant al que ya le había puesto el ojo desde que amanecí sabiendo que iría a Lafayette. Es un lugar en el que podrán disfrutar de una comida confort y platillos tradicionales que los remontan fácilmente a la ciudad de la luz, como los absolutos clásicos e imperdibles Escargots (¿qué esperaban? ¿qué no regresara después? ¿Pues no me conocen, o qué?) o unas Ancas de Rana Provençal que no le piden nada a nadie. Sin embargo, esa mañana me decidí por un trío de quesos que hasta a mi Lise Dessin le gustaron, y miren que es complicado su paladar en cuanto a este producto: Brebis Pyrénées, Tomme Crayeuse y Fourme d’Ambert, estos dos últimos de leche de vaca y el primero de oveja. Y, evidentemente, el pan de grano con nueces y arándanos que nos mandaron para acompañar los quesos, nos puso en el camino correcto para entrar por las puertas del Palace Theater y adentrarnos en la capital francesa, donde el verdadero arte del musical estaba por suceder.
El teatro musical como lo conocemos hoy en día, básicamente, nació de la mente de George y Ira Gershwin. Así de simple y así de claro. La grandilocuencia de su obra definió lo que, desde mi punto de vista, es la última gran aportación a las artes escénicas y la máxima expresión que ha salido de los escenarios norteamericanos. Sí, desde antes tenemos a Gilbert & Sullivan, Victor Herbert y Franz Lehar y, si queremos ser exactos y exigentes, los musicales tienen sus raíces en la opereta satírica en el siglo XIX creada en Francia y Austria. Sin embargo, no fue hasta la llegada de los Gershwin que el musical americano alcanzó el estatus de grandeza que tiene el día de hoy y que ha guiado los pasos de compositores como Stephen Sondheim, Andrew Lloyd Webber, Leonard Bernstein, Richard Rogers y Oscar Hammerstein, llegando hasta Lin-Manuel Miranda, Claude Schönberg y Stephen Schwartz. Eso es lo que está por aparecer en el escenario… la grandeza misma de los creadores de lo que hoy mantiene vivo el latido de Broadway en cada rincón y cada teatro.
Esas coreografías elaboradas, con más de 20 bailarines en escena y que demuestran que el teatro se hace con pasiones y con mucho, mucho talento, es lo que revienta al momento en que se abre el telón y Matthew Scott aparece junto a un piano y, tras darnos una pequeña introducción, empieza Concerto in F, con una compañía que pinta con sus pasos y flota sobre el escenario, mientras Dimitri Kleioris vuela entre todos para encontrar a Leanne Cope, agraciada y perfecta, actriz y bailarina que, además, está por hacernos vibrar a todos cuando, unos minutos más adelante, interprete The Man I Love. An American in Paris es un musical que nos regresa a los viejos tiempos, aquellos en los que Gene Kelly llenaba la pantalla para deleitarnos con sus movimientos, con su carisma y sus historias de amor que parecían siempre imposibles y que, al final, nos llenaba de esperanza. Porque eso tiene el musical americano. Todos comienzan con lo que se conoce como la canción I wish, en donde nuestro protagonista nos contará su más profundo deseo y será ese el combustible que lo impulse para recorrer el camino de adversidades que le espera delante y que él desconoce. De eso se trata el musical… de perseguir esos sueños que quedaron claros desde el principio y que no sabemos dónde y cómo habremos de conseguirlos. Es ahí cuando, entonces, nos emocionamos hasta el límite mientras Lise, Henri, Jerry y Milo entonan For You, For Me, For Evermore, y sabemos que el final se acerca, que esperamos que pronto se limpien las lágrimas y se quiten los obstáculos. Porque si algo nos ha enseñado el musical es que todo se puede vencer, desde las distancias hasta los prejuicios, desde las batallas hasta las soledades… y, sobretodo, desde los miedos hasta los amores que creemos imposibles. Y entonces sí, descubrimos quién es el Americano en París del título y entendemos todo, descubrimos un mundo que sabíamos que vendría, pero que aún así nos maravilla en su llegada.
El musical es único. Y los Gershwin lo convirtieron en un emblema de la cultura norteamericana y, al final, del mundo entero. An American in Paris, que alguna vez fue una cinta protagonizada por (¿quién más?) Gene Kelly, Leslie Caron y Oscar Levant, hoy está en los tablones del Palace Theater para recordarnos que aún hay arte que parece no claudicará en el tiempo y que puede vencer a los acérrimos golpes de la tecnología que parece que quiere, con su inmediatez, quitarle trascendencia a todo. Y es que, tengo que admitirlo, en una época en la que me he encontrado a más de 20 cazando pokemones en la 7ma Avenida, da mucha esperanza ver que, al mismo tiempo, hay más de 40 de la misma edad abriendo los ojos cuando se apaga la luz, se abre el telón y las notas de Gerswhin comienzan a llenar el ambiente de esa ciudad de París que hoy vive bajo la luz de los reflectores y sobre el escenario.
Distruta del teatro en Broadway. An American in Paris se presenta en el Palace Theater. Para mayor información de boletos, métanse a Broadway Inbound.