Continuando con las crónicas gastronómicas que nos ofrece el libro del Arte Culinario Mexicano XIX hoy compartimos las que corresponden a Antonio García Cubas
“Antonio García Cubas a quien podemos señalar como uno de los cronistas de la ciudad de México, en El libro de mis recuerdos (México,1904) en el apartado “Mexico de noche”, lleva a su lector, transportándolo a otro tiempo, a caminar en una noche de luna de 30 de noviembre de 1852, por algunas de las calles más concurridas de la ciudad de México; lo entra al teatro, a fondas y cafés, lo hace disfrutar del Paseo de las Cadenas y, gracias a este romántico recorrido, nosotros los d de hoy, nos enteramos lo que los vendedores ofrecían para comer y beber a los paseantes. Algunos voceaban castaña asada o cocida, dulces, pasteles, empanadas. Otros gritaban tamales de chile y los riquísimos de capulín. Una india aturdía con su canto “No tomarán pato cocido o tortilla con chile”; la de más allá, “No mercarán juiles asados”.
En el quicio de una puerta la tamalera enaltecía sus tamales cernidos de chile, de dulce y de manteca. Y en la esquina de la calle de Vergara (Bolívar) se vendían exquisitas gorditas de cuajada.
Una gran variedad de dulces podían comprarse en el Portal de Mercaderes, pues allí los dulceros habían colocado sus mesillas frente a las puertas cerradas de las sombrererías. Par los que quisieran dulces diferentes a los de los dulceros ambulantes estaban la dulcería de Reynaud, la famosa dulcería francesa “El paraíso terrestre”, la de Devers y Gramont.
Los que salían de la ópera – sigue informándonos García Cubas – se iban a cenar a la fonducha del “Conejo Blanco”, en el Callejón de Bilbao, situado en la medianía del Portal de Agustinos (donde se levantó el “Centro Mercantil” y hoy se encuentra el hotel “Gran Ciudad de México”). En el “Conejo Blanco” se cenaba pollo asado, medio dorado con su ensalada de lechuga muy bien picada; ricos pecados blancos de la laguna de Chapala, que se servían empanizados, frijoles bien refritos, por lo que se llamaban “chinos”, acompañado todo de sabrosos peneques y con rábano escamado, y tortillitas recién salidas del comal. La especialidad del “Conejo Blanco” era el fiambre donoso. Algunos parroquianos se hacían servir el vino español “Carlon” y otros un buen neutli. Por lo que cuenta García Cubas los elegantes lo mismo concurrían a los cafés que a las fonduchas, siempre y cuando la cena fuera tan rica como la que nos ha descrito.
Todo cambien con el tiempo, para 1881 la fonda del “Conejo Blanco” había pasado por muchas manos y cambiado de sitio, en ese año se encontraba en la calle del Coliseo, convertida en un cafetín de mala muerte en donde se expedían, sin obedecer las disposiciones, bebidas embriagantes hasta la madrugada, y se reunían mujeres de vida más que dudosa y truhanes, mujeres y hombres armaban unos escándalos fenomenales que no podían aplacar los agentes del orden. Los vecinos por medio de la prensa, pedían al gobernador del Distrito que con su energía acostumbrada pusiera costo a tanta inmoralidad.
Otras fondas de los años cincuenta fueron “El moro de Venecia” en la calle de Tlapaleros número 18 (16 de septiembre), en donde los viernes de Dolores y Semana Santa se podían comer sabrosas empanadas de pámpano de Veracruz, y los domingos sopas de ravioles y mondongo a la andaluza. En la “Fonda del Turco” asimismo se podían pedir empanadas de pámpano en Semana Santa y los domingos sopa de ravioles, olla podrida, bacalao a la vizcaína y comidas estilo mexicano, español, francés e italiano. En estas fondas el almuerzo con huevos, bistec, algún guisado de chile, frijoles, un vaso de pulque o café con leche valía dos reales. La comida abundante y variada: caldo, sopa de pan, arroz o masa, puchero de ternera o carnero, un guisado, un asado de carne con ensalada; postres de dulce o fruta costaba tres reales.”
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