Por: Carlos Dragonné
Cuando P. T. Barnum creó el primer circo al que le llamó The Greatest Show on Earth y que, con el paso de los años, se convertiría en el Ringling Brothers, el espectáculo circense más importante del mundo, había algo intrínseco del show que hoy nos parece ajeno e, incluso, hasta podríamos calificarlo de incorrecto. El circo empezó con la vulgaridad y los fenómenos, alimentado del morbo de la audiencia que quería ver con sus propios ojos a la mujer barbuda, al hombre más alto y aquellos personajes de características físicas inusuales y sorprendentes. Sí… Barnum evolucionó y su legado trascendió su eslogan para convertirse, en la realidad, en el circo más grande del mundo. Pero hay un pequeño lugar en Nevada que le rinde homenaje a esa pureza de origen del circo, a la más elemental esencia del vodevil y al espectáculo de la decadencia. Y, por supuesto, sólo hay una ciudad donde podría sobrevivir. Bienvenidos sean a Las Vegas. En esta carpa se presenta algo único. Abran bien los ojos. No respiren. Prepárense a ser sorprendidos. El circo ha llegado a la ciudad. Bienvenidos a Absinthe.
Hace poco les decía que Las Vegas es la única ciudad del mundo que conozco en donde las máscaras se borran, se dejan guardadas en la maleta y desaparecen las inhibiciones. Quizá ese es, como les comentaba, la mayor atracción que siento por esta ciudad de oropel, neón y pequeñas ciudades enclavadas en hoteles, montadas bajo la farsa del entretenimiento puro. Ninguna ciudad abraza el encanto de las emociones más básicas como esta. Y hay un espectáculo que le hace honor a todo lo que esto significa y a todo lo que se esconde detrás de la salvaje celebración que se vive todas las noches. Absinthe es, quizá, uno de los espectáculos más complicados de definir y, al mismo tiempo, es quizá el más honesto de todos cuantos hay en la ciudad del pecado.
Contado como una fantasía causada por la bebida que le da el nombre, haciéndole homenaje a las leyendas sobre los artistas y creadores franceses de finales del siglo XIX, Absinthe es un recorrido por los puntos clave del circo en su totalidad. En una ciudad que ha ido transformando la palabra Circo en algo que se va hacia la acrobacia y el esteticismo absoluto, este espectáculo recupera la esencia grotesca del circo trayéndola al entretenimiento del siglo XXI.
Mi romance con el circo es tal que, les confieso, el personaje principal del primer guión de largometraje que escribí, guarda los mejores recuerdos de su felicidad en una carpa de circo itinerante. Y, bien dicen, quienes escribimos nunca dejamos de contar historias personales a través de las líneas y los párrafos que creamos. Pasé muchos años de mi vida buscando esas carpas que aparecían en las colonias, en los pueblos y al borde de las carreteras para disfrutar de un circo con bufones, acrobacias, equilibristas, magos y maestros de ceremonias que, confiando sólo en sus talentos inusuales, nos pueden mantener en silencio y al borde de una butaca destartalada.
Absinthe logra algo que ningún espectáculo había logrado en todos los años desde que los circos fueron desapareciendo en el vendaval de la hipocresía de lo políticamente correcto y fueron convirtiéndose en shows deslavados que perdieron el arrojo y la emoción que los caracterizó por más de 150 años. Logra esa tensión, esa emoción de saber que algo está pasando y que lo que estamos viendo nunca es igual y nos separa al público de quienes lo realizan.
La acrobacia perfecta con la que empieza el show -y que evitaré platicarles para no echarles a perder nada, en la medida de lo posible, por respeto al espectáculo y a ustedes- te crispa los vellos del cuello y te acelera el ritmo cardiaco. Aquí, además de la estética, está el riesgo, el juego de la vida, el impactante movimiento que hace que la audiencia entera deje de respirar un momento, suspire casi al unísono y reviente en aplausos coléricos de emoción contenida. Porque lo que acabamos de ver es el circo en su esencia más pura, ese que nos hacía cerrar los ojos y sudar frío mientras los artistas se jugaban la vida cada noche, cada función, en cada parada de su vida itinerante.
Y, entonces, llegan los que faltan. El maestro de ceremonias, transformado en la imagen decadente del vodevil clásico, ese que se fue perdiendo y que aparece hoy afuera del Caesars Palace en esta figura que recibe eco también del bufón de la función, un personaje femenino que abraza la tradición de lo políticamente incorrecto, de la vulgaridad, el payaso y el patiño, todo encerrado en ella. Asbinthe toma aquí el camino hacia el público, el último elemento que conjuga la creación de esta experiencia. Porque el maestro de ceremonias es, a la vez, guía de la función y creador de las burlas a un público que, por el simple hecho de tomar su asiento, ha pasado a formar parte del espectáculo mismo.
Acto tras acto pasamos de la comedia burda a la sensualidad, del asombro a la grandilocuencia de los actos. Acto tras acto, el público va encaminado por la ruta de las emociones y la alteración, de la carcajada y la sobreexcitación de personajes que cumplen su función más básica que es la de explotar lo que los hace únicos, lo que los diferencia de nosotros.
Y es ahí donde el circo adquiere una grandeza que hemos perdido ante la conversión del espectáculo en algo ajeno. Todos estos personajes que transcurren por nuestra pista son portentos de su propio arte, rareza en su propio espacio, fenómeno pues, de una humanidad que ha optado por convertirse en público y no en protagonista. Este vodevil del siglo XXI nos avienta en la cara la importancia de ser únicos, de ser fenómenos, de dignificar la rareza que los hace grandes, ya sea a través de la vulgaridad de un humor que respira decadencia, o la espectacularidad de arriesgar la vida cada función, en cada movimiento y con cada acto que nos cautiva.
El 21 de mayo de este año, Ringling Brothers and Barnum & Bailey, el circo más grande de todo el mundo y, por lo tanto, el Espectáculo más grande de la Tierra, cerró sus carpas tras 146 años ininterrumpidos de funciones. El telón cayó sobre el legado de un hombre que tuvo la visión para entender que la vida debe ser un espectáculo y que las diferencias sólo engrandecen el espectáculo mismo.
En una ocasión, Barnum dijo “Para mi, no existe imagen más bella que la de niños sonriendo con el brillo en la mirada; ni música más dulce que la claridad de su risa”. 126 años después de su muerte y a tan sólo unos meses de la desaparición de su creación más grande, una audiencia de niños reíamos y sonreíamos debajo de la carpa de Absinthe a las afueras del Caesars Palace en la ciudad del pecado. Y es que, si bien es un espectáculo para adultos, puedo garantizarles que todos los que estábamos sentados esa noche, más allá del humor grotesco de dos de sus personajes que nuestro “yo” mayor gozó entre carcajadas, la sonrisa al dejar la carpa es la sonrisa inocente del niño interior que sigue siendo sorprendido y que nos recuerda que el circo es magia, es pasión y es majestuosidad. Y lo mejor de todo es que esta fantasía creada por El Hada Verde no se borra ni desaparece al cerrar la botella de Absinthe que descansa sobre la mesa.
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