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Zacatlán. La historia de un lugar que debemos recordar.

por Carlos Dragonné
Por: Carlos Dragonné

Zacatlán. La historia de un lugar que debemos recordar.

Demasiado tiempo encerrado. La precaución nos llevó a guardarnos, a esperar, a ver la vida pasar por la ventana y tener la paciencia para que las cosas fueran mejorando. Pero también tenemos que entender que la pandemia no acaba, que el virus no desaparece (para citar al imaginativo idiota naranja que tenemos en el país vecino como presidente) y que la economía debe seguir, con pequeños esfuerzos, con adaptaciones a nuestra realidad. No se trata de una nueva normalidad, sino de una realidad que iremos adaptando y modificando cuando las cosas se puedan. ¿A dónde ir? ¿Qué hacer? ¿A dónde me escapo? A México mismo. Y la primera parada en una serie de viajes para recordar que llevamos a México en el alma era Zacatlán de las Manzanas en el estado de Puebla.

Sí… si toman un vuelo a Estados Unidos los dejan entrar pero la realidad es que México es un terreno que hemos dejado de explorar y al que hay que volver. En sus carreteras, sus calles, sus pequeños hoteles, sus changarros y los restaurantes que antes de que todo se volviera de moda, era los restaurantes de barrio, de destinos y de historias. ¿Por qué esa búsqueda de manteles largos y de cocina contemporánea? La cocina mexicana parte de la mesa de casa, de las familias, de las recetas que, sin complicaciones, nos llevan de regreso a nuestra infancia. Eso es lo que nos hace grandes y lo que nos alimenta. Los recuerdos de barrios y barriadas, de callejones con historia, de «buenos días» anónimos y, a la vez, llenos de familiaridad.

Nos aventamos en carretera a Zacatlán, porque no hay otra forma de llegar. Manejamos poco más de dos horas y media para llegar a un pueblo que yo no visitaba desde hace demasiados años y del que, francamente, no tenía recuerdo alguno. Llegué al Hotel Altavista, justo a la entrada de Zacatlán y entendí que hemos dejado mucho a un lado en términos de lo que podemos disfrutar. ¿Por qué? Porque ver desde arriba un pueblo que desaparece con la bruma a media tarde y que te despierta entre las nubes es, por mucho, uno de los grandes placeres de vivir en lugares de alta montaña.

Altavista tiene hotel y restaurante. Uno enfrente del otro. Uno de un lado de la carretera y el otro… bueno, pues del otro lado. Pero lo que tiene es familia, historia, cariño, abrazos. Zacatlán tiene, por mucho, ese sentimiento de abrazo, de camaradería, de complicidad que se siente en la provincia y que bien haríamos en rescatar para las grandes ciudades. Estamos tan acostumbrados a decir que «Pueblo Chico, Infierno Grande», pero la realidad es que entre más pequeño y entre más gente esté en las mismas calles, lo que hay es una protección, amistades y abrazos entre todos. Porque saben que de todos y entre todos se habrá de rearmar el camino para lograr que la pandemia y los efectos económicos queden como un mal recuerdo.

Así que mi primera comida era ahí, con lo que bien podría decir que eran tres generaciones de amantes de Zacatlán, aunque dos de ellos no son oriundos del lugar. La terraza del Restaurante Altavista me dio la oportunidad de ver la llegada de la neblina metiéndose en todos los resquicios del pueblo. «Aquí tenemos todos los climas en una tarde», me decía Juan de la Torre, dueño del hotel y restaurante, quien llegó un día hace décadas y aún no encuentra razón o motivo alguno para dejar de estar ahí.

Zacatlán, por lo que iré escuchando en los próximos días, tiene ese poder de hacer que la gente eche raíces y regrese a casa siempre, en medio de ese valle en Puebla que parecemos olvidar y que tiene más historia y anécdotas de las que tendemos a reconocer. «Venía de vacaciones… y un día decidí que no tenía por qué irme. Mi casa la tengo en Cholula, pero la realidad es que no puedo pasar mucho tiempo lejos de este lugar», me cuenta mientras brindamos con un mezcal y comenzamos a darnos cuenta que estos tres días recorriendo el lugar serán muy pocos.



A Zacatlán le ha pegado la pandemia. Como a todos. Los restaurantes empiezan a retomar actividades pero es un espacio que necesita el turismo de las ciudades cercanas. Los restaurantes se ven vacíos comparados no sólo con el usual bullicio que se tenía hace apenas un año, sino con cualquier punto de comparación que tengamos en mente.

Este pueblo es más que manzanas. De hecho, le llamamos Zacatlán de las Manzanas por ideario popular, por costumbre de viajeros o porque nos gusta ponerle apodos hasta a nuestras ciudades: «Puebla de los Ángeles», «La ciudad blanca», «La Sultana del Norte», «La de la eterna primavera»… Pareciera que estamos a descontento con hasta el nombre de los espacios que nos conquistan. Podríamos llamarle «Zacatlán de los Relojes», «Zacatlán de las Cascadas», «Zacatlán de los Murales» y no nos equivocaríamos. Porque las pequeñas poblaciones son, muchas veces, las que nos cuentan las mayores historias.

La mañana siguiente, en el camino a uno de esos espectáculos de la naturaleza que siempre es bueno recordar que tenemos cerca, un enorme campo de chilacayote llama mi atención y nos detenemos a tomar fotografía. En medio de éste, pienso en que podríamos hacer más por los llamados «Pueblos Mágicos» y empiezo a pensar en qué es lo que hace a un pueblo mágico digno de ese título. No, no creo que tenga nada que ver con los lineamientos que la Secretaría de Turismo tiene publicados en algún rincón del internet o de sus reglas de operación. ¿Qué es lo que hace mágico a un lugar?

La gente. Juan Manuel de la Torre va por la calle recorriendo con nosotros sus lugares favoritos, los espacios que, según sus años y años de despertar entre estas montañas, son los que vale la pena conocer. Y en cada esquina, cada cruce, cada espacio, Juan saluda a alguien, pregunta por la familia de otro alguien, sonríe con alguien más. Zacatlán es, como muchos espacios que olvidamos en la modernidad del turismo del siglo XXI, un lugar en el que todos se conocen y en el que nadie pasa desapercibido. Es un pueblo que defiende su identidad histórica no sólo en los edificios o construcciones, sino en las historias de la gente que construye nuevas anécdotas cada día.

Por ello no me sorprende que en el PPP, restaurante del centro de la ciudad y que también pertenece a Juan, mientras probamos un menú construido no sólo para quitarte el hambre, sino para apapacharte los recuerdos, de mesa a mesa abundan las sonrisas y las historias, esas que se siguen contando a pesar del plexiglass que separa en estos tiempos extraños los espacios entre sillas.



Y es en ese remolino de historias en el que el callejón que cuenta los años de Zacatlán toma forma y cobra sentido. Una colaboración entre voluntarios locales, artistas y un experto en la técnica del mosaico que hizo que un callejón resalte para platicar los momentos que construyeron este lugar y que terminan en la barranca de los Jilgueros y en murales de vitro mosaico que no sólo decoran los muros del panteón de la localidad, sino que también dan una identidad única a un espacio que se levanta orgulloso de lo que ha pasado en sus calles.

No. No vi todo lo que tenía que ver. Me faltaron museos, por ejemplo, que cuentan historias interesantes sobre los relojes monumentales que se construyen en Zacatlán o el Museo de la Fotografía en el que tan sólo escuchar cómo estaba la curaduría me hizo salivar ante la oportunidad de regresar. Pero eso es lo que tiene un lugar como Zacatlán. A pesar de lo pequeño que puedas pensar que es -y no lo es-, pueden surgir nuevos planes para tomar carretera e ir a descubrir esos rincones que presumen orgullosos lo que son y lo que los ha hecho ser.

Regresé cada noche al Hotel Altavista a descansar mirando hacia la grandeza del valle en donde descansa el pueblo. En este espacio -que, además, está construido para minimizar el impacto ecológico-, el balcón se convirtió en el refugio para acomodar las ideas y planear en mi libreta de viajes por realizar lo que podría hacer en futuras visitas. Páginas y páginas se llenaron de lista de pendientes, de ideas para fotografías que no realicé, de comidas pendientes y callejones que caminar. «No podemos seguir encerrados desperdiciando todo lo que tenemos», me dijo ella, con la mirada perdida en la neblina que se apoderó de Zacatlán y, en un truco de magia de la naturaleza, desapareció en su totalidad el pueblo que acabábamos de recorrer. No contesté. Tomé una pieza del famoso y único pan dulce de Zacatlán que Don José había amasado y horneado en Altavista esa mañana y me quedé en silencio viendo el avance de las nubes bajas. La miré, viendo cómo intentaba abrazar todos los recuerdos de estos días para no perder ninguno y le tomé la mano, en una firme promesa de regresar pronto. Aunque no sea lo suficientemente rápido el regreso.

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