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Washington: Entendiendo el legado de una ciudad.

por Carlos Dragonné

Como sociedad y como individuos, uno de los grandes errores que cometemos y con el que tropezamos esporádicamente en el transcurso de las generaciones, es el de olvidar de dónde venimos y el dar por sentados los logros y las victorias, porque tendemos a olvidar el esfuerzo que se necesitó para obtener lo que se presume. Olvidar nuestros orígenes es lo que nos permite no repetir los errores de nuestra historia y es lo que nos lleva a la construcción de nuestra identidad, esa imagen propia que defendemos de cualquier ofensa. Es ahí donde, a veces, hay que hacer una pausa y recordar lo que somos, lo que fuimos y, sobretodo, lo que soñamos ser. Porque el camino hacia las metas siempre debería ser un camino inacabado, que nos impulse a seguir caminándolo. Bienvenidos a un recorrido por la identidad de un país. Bienvenidos a Washington, DC. Vamos a ir a buscar esos rincones que forjaron mi pasión por esta nación. Y, al final de este recorrido, les diré algo que me movió las entrañas como ninguna otra ciudad lo había hecho.

En otros textos ya publicados hemos hablado de mi pasión por la historia de este país y por los íconos que esta ciudad tiene. Hemos hablado incansablemente de mi afición por la lucha por la independencia que lideró George Washington y, en más de una ocasión, les he contado algo a través de alguna escena escrita por Aaron Sorkin para The West Wing o A Few Good Men o The Newsroom, con Washington como escenario de fondo pero, también, como protagonista intangible de las historias. Así fui creciendo, amante de las historias norteamericanas, a través del cine y la televisión, empujado a la biblioteca cuando se acababan las escenas en la pantalla -la colección familiar primero y las librerías después- para averiguar más sobre los personajes que acababa de descubrir.

Y, entonces, en las páginas que recorrí durante mi infancia y adolescencia descubrí a los personajes y los escenarios que construyeron los momentos de la historia moderna. Y encontré a Martin Luther King, por supuesto, pero tras las páginas descubrí a Medgar Evers. Evers fue pilar del movimiento de los derechos civiles en Misisipi y murió asesinado por Byron De La Beckwith, miembro del KKK, convirtiéndolo en una especie de mártir en la lucha por la igualdad en Misisipi, donde incluso su hermano fue el primer alcalde negro en ser elegido en 1969 en la ciudad de Fayette. Evers fue enterrado con los honores militares de un veterano de la Segunda Guerra Mundial en el Cementerio Nacional de Arlington. Esa sería mi primera parada en una ciudad que respira historia y respeto.

Salí del Washington Marriott Georgetown tras un breve desayuno y tomé una de las bicicletas públicas para cruzar el río Potomac y entrar al Cementerio Nacional de Arlington, no por la entrada principal, sino por uno de los accesos desde Rosslyn. Tras haber presentado mis respetos al Memorial de Guerra de los Marines -esa famosa imagen de soldados levantando la bandera en Iwo Jima- caminé un poco para acceder por N. Marshall Drive y caminar por Curtis Walk hasta mi destino. Confieso que pasé de largo en el primer intento y es que, a pesar de que estamos hablando de una de las figuras más importantes de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, su tumba es exactamente igual a los cientos de miles que llenan el segundo cementerio nacional más grande del país, sólo superado por Calverton National en Long Island.

De pie frente a la tumba de un personaje desconocido para muchos y del que he guardado artículos, discursos y un par de libros difíciles de encontrar, me pregunté cómo era posible que tanta gente pudiera obviar uno de los grandes constructores de la realidad del país y, así, tan rápido como lo pensé, me llega la respuesta de una manera clara. La veo ondulando y moviéndose al aire en la forma de un globo de helio, unos 30 metros más abajo. Un globo con la bandera norteamericana amarrado alrededor de un florero que acompaña la tumba de Jesse Anderson Hart, veterano también de la segunda guerra mundial, fallecido en diciembre de 1966 y al que su familia acaba de visitar un par de horas antes, por lo visto.

Y es que aquí, en Arlington, se le hace homenaje a todos. No se trata de individuos sino de todos los que han dado la vida por el país. Es en este punto que recibo el primer golpe emocional del lugar en el que estoy parado y los ojos se me humedecen viendo perderse en la distancia la fila aparentemente inacabable de lápidas en donde descansan los restos de soldados, en algunos casos, junto a esposas o esposos. Las lágrimas acuden a mis ojos ante tal despliegue de respeto por la historia y por quienes la han construido. Es aquí en donde, antes de llegar a los puntos turísticos del Cementerio Nacional de Arlington, entiendo la necesidad de visitar estos campos sagrados.

Tras pasar por el Memorial de John F. Kennedy, uno de los lugares más importantes en mi imaginario infantil y que no me defraudó en lo más mínimo, sino que multiplicó la nostalgia y el respeto por el Presidente que sigue en lo más alto de la lista de mis favoritos ocupantes de la Casa Blanca, caminé hacia lo que sería la conclusión de mi mañana: la Tumba del Soldado Desconocido. Esta cripta, instalada para honrar a un soldado muerto en la 1a Guerra Mundial y que se ha convertido en un monumento a aquellos que han perdido la vida sin ser identificados en defensa de su país alrededor del mundo, es la absoluta muestra de la grandeza del ejército norteamericano. Porque la grandeza de las fuerzas armadas no tiene que ver con la cantidad de bombas atómicas construidas o lanzadas, ni con el arsenal de aviones y submarinos listos para entrar en acción. La grandeza de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos tiene que ver con la capacidad de recordar a quienes han caído y con no permitir nunca que sean olvidados, porque la muerte del soldado ocurre cuando el país olvida su sacrificio.

El camino hacia la salida es lento. No por cansancio, sino porque cada cripta me llama la atención y veo nombres y religiones mezcladas que me recuerdan que, al final, sin importar los orígenes, quienes aquí descansan han sido parte de la historia del país, más allá de las pequeñas diferencias que, más pronto que tarde, deberán superarse para dar paso a un sentimiento de unión y patriotismo que se alimenta del orgullo y no del prejuicio. Cruzo de vuelta el Potomac y me dirijo al Memorial de Lincoln. Y, entonces, la realidad de un sueño cumplido se empieza a hacer presente en mi mente y comienza a llenarme cada poro de emoción.

Elevado y observando el desarrollo de una ciudad y, por lo tanto, del país, Lincoln mira hacia el Capitolio, más allá del Monumento a Washington y lo hace sabiendo que la historia se construye y seguirá construyendo por muchos años más. Ahí, Lincoln observó a Martin Luther King dar su famoso discurso I Have a Dream en 1963 y la obra de Lincoln demuestra su atemporalidad, resonando hasta nuestros días, cuando miramos hacia atrás y descubrimos en el interior la inscripción del extracto de su segundo discurso inaugural en el que dijo «nos esforzaremos en terminar la obra que iniciamos, y sanaremos las heridas de una nación», heridas que siguen abiertas y que, día con día, alguien en cada rincón está buscando sanarlas, sin importar que la batalla parezca casi perdida en ocasiones. Miro hacia arriba, hacia donde Lincoln observa, gigantesco, el resultado en constante cambio del país por el que luchó y, entonces, pierdo la vista revisando cada palabra de la inscripción que corona este majestuoso espacio: En este templo, como en los corazones de la gente para quienes salvó la Union, la memoria de Abraham Lincoln se consagra para siempre».

Es hora de caminar hacia el Capitolio y la grandeza del Monumento a Washington. Lo hago pasando junto a ese estanque reflectante que ha visto pasar momentos culminantes en las últimas décadas, desde inauguraciones presidenciales masivas hasta proyectos con una fuerte carga social o manifestaciones contra la Guerra en Vietnam. Allá voy rumbo al Monumento que le ha dado forma a todas las imágenes de lo que significa la historia de esta ciudad y de un país entero, pero antes tengo que detenerme para rendir homenaje, de nuevo, a los que han defendido la libertad en cualquier rincón del planeta. Y la vida me tiene preparada la suerte de hacerlo de una manera incomparable: el Memorial de la Segunda Guerra Mundial, inaugurado en 2004 y que sirve para honrar a los más de 400 mil norteamericanos caídos en el conflicto armado.

Un anillo de columnas de granito, cada una representando un estado de la Unión Americana encierran la llamada Pared de la Libertad, en donde 4,048 Estrellas Doradas representan, cada una, a 100 caídos en la guerra y un mensaje claro: Aquí marcamos el precio de la libertad. Entre los arcos que simbolizan el Pacífico y el Atlántico, con las águilas en señal de victoria y las ramas de roble representando la fuerza de una nación, subo los escalones de regreso al National Mall abatido por el precio que se ha pagado en el curso de los años. Ahí, mirando este espacio de homenaje en el que hombres y mujeres caminan para entender y absorber un pedazo de su historia, se detiene junto a mi una mujer mayor, empujando una silla de ruedas donde su marido observa el memorial con una especie de devoción que no he visto en ninguno de los otros visitantes. Y entonces me doy cuenta.

El hombre lleva una gorra que dice World War II Veteran. Lo miro y me acerco para agradecerle, para tomar su mano y decirle que nunca alcanzarán las palabras para reconocer lo que él y sus compañeros, a los que viene a recordar, hicieron hace más de 70 años. Él me mira, sonríe y me dice que la mejor forma de hacerlo es luchando siempre por las libertades ganadas. Sonrío y por tercera vez en el día, se me llenan los ojos de lágrimas, me invaden las emociones profundamente y entiendo, finalmente, por qué estoy en esta ciudad y en estos lugares.

Hace 34 años, en 1983, David Copperfield realizó la que sigue siendo, según el libro de records Guinness, la ilusión más grande de todos los tiempos. En un acto que le valió la fama internacional y la consagración como el más grande ilusionista de la época, Copperfield desapareció la Estatua de la Libertad frente a una audiencia de cientos de miles de personas que veían por televisión. Al terminar la ilusión, Copperfield habló sobre cómo Estados Unidos es una nación que se construyó a partir de las libertades que se han ganado con el sacrificio de muchos y que desaparecerla fue una idea para imaginar lo que sería un mundo sin libertades. Habló sobre los migrantes que construyeron una gran nación y que, al llegar a Estados Unidos en busca del sueño americano, lo primero que veían en los barcos que los traían de una Europa desgarrada por las guerras y el hambre, era la Estatua de la Libertad, con su antorcha que ilumina el camino en una mano y la declaración de Independencia en la otra. Habló sobre como nunca debemos permitir que nadie desaparezca esa libertad y que nunca, sin importar cuánto tiempo pase, debemos darla por sentada. «La libertad es la verdadera magia», dice Copperfield a cuadro en entrevista y 34 años después esas palabras resuenan dejando claro que la libertad no debe jamás borrarse, sin importar que, incluso ahora, desde las esferas del poder, haya quienes estén queriendo crear la mayor cantidad de trucos para desaparecerla.

Parado frente al Capitolio, observando el presente y el pasado de Estados Unidos, saco un billete de un dólar y recuerdo un episodio de The West Wing, de la pluma de uno de los más grandes escritores modernos del cine y la televisión: Aaron Sorkin. En el episodio 18 de la primera temporada, Jeff Breckenridge, nominado para ser Fiscal General por los Derechos Civiles le enseña a Josh Lyman un billete como el que tengo en la mano y dice: «El sello, la pirámide… está inconclusa. Con el ojo de Dios mirando. Y las palabras Annuit Coeptis. ‘El, Dios, Favorece nuestra Empresa’. El sello está inconcluso a propósito, porque este país está destinado a estar inconcluso. Estamos destinados a seguir mejorando, a seguir discutiendo y debatiendo. Es nuestro deber leer libros de grandes eruditos históricos y hablar de ellos». Y entonces, como en automático, miro el Capitolio, con un reflejo de luz pegando en una ventana y volteo la mirada hacia atrás. Veo el Memorial donde Curt Lyon y su esposa me recordaron que la lucha sigue en otros frentes. Miro hacia donde Lincoln nos vigila y nos recuerda que un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra. Y, más allá, pasando las tumbas de John F. Kennedy y Medgar Evers llego a la tumba de Jesse Anderson Hart y veo claramente ese globo con la bandera norteamericana ondeando ante una ligera brisa que esa mañana circulaba por Washington. Y entiendo que, claramente, así como ellos lo hicieron en cada uno de sus frentes y en cada una de sus luchas, también nosotros estamos obligados a nunca dar por sentadas las libertades conseguidas. Porque no sólo el soldado muere cuando se olvida su sacrificio. También muere su legado. Ese legado por el que tantos dieron la que Lincoln llamó la última medida entera de devoción.

Carlos Dragonné. Twitter

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