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Tulum o cómo recordé la belleza del silencio.

por Carlos Dragonné
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Por: Carlos Dragonné

Pocas cosas me calman tanto como el sonido del mar envolviendo el ambiente mientras me siento a escribir este texto. Estar a metros de la ruptura de las olas, con un clima casi perfecto -al menos para mis estándares que, admito, no son los del clima de verano- y un vago sonido en las bocinas de mi habitación en donde suena el piano de una de mis bandas sonoras favoritas. Hay paz en todo lo que esta semana significa y quiero encontrar el origen de la misma. Así que me aventuro a recorrer estos días en mi memoria. Veamos hacia dónde nos lleva. Bienvenidos a Tulum.

Tulum

Les he de confesar que Tulum es de esos lugares a los que casi no viajo porque está pensado en un mercado del que no soy parte. Yo soy un viajero más de ciudades y de lugares fríos, de montaña y actividades en lagos, no de playa y climas de arriba de 25 grados. Sin embargo, heme aquí, caminando por el centro de un pueblo pequeño que se ha vuelto un absoluto básico para el viajero internacional, para los norteamericanos y europeos que han encontrado en el turquesa del mar Caribe lo que el pacífico de Los Cabos y Acapulco ha fallado en darles.

Este lugar de arena blanca se ha vuelto un imprescindible del viajero de lujo que intenta encontrar esa semana de paz que los regrese con fuerza a la voracidad de las junglas de concreto en donde viven, recargados de fuerza con la jungla real y la belleza natural que se mira a ambos extremos de la carretera y en derredor sin miramientos del lugar donde uno esté hospedado.

Uno camina por la playa en Tulum buscando un espacio donde saciar el hambre matutina después de haber nadado un poco en las transparentes aguas que revientan en esa misma arena donde la noche anterior levantamos una tortuga bebé para ayudarla a llegar a ese mar que la verá crecer y entonces entiende por qué tanta gente llega aquí y se niega a irse, tanto en la idealización romántica de las vacaciones permanentes como en la realidad de cambios fundamentales en la vida de personas que dejaron atrás ciudades y otros estilos de vida para caminar entre bicicletas, taxistas y turistas, mirando hacia delante el sonido de las olas y no hacia atrás donde se guardaron las bocinas de los autos y la intermitencia de las líneas telefónicas.

Tulum puede sorprenderte con espacios que rivalizan con los mejores hoteles alrededor del mundo y con cabañas y apartamentos que abren las puertas a los viajeros ocasionales. Pero, sin duda, hay dos destinos en este mismo destino, como seguro pasa en casi cualquier otro. Por un lado, el lujo de los hoteles de la zona principal, con acceso inmediato a esas playas blancas que te hacen hasta soportar una lluvia brutal que apenas dura unos minutos. Por otro, los hostales y hoteles en el pueblo que te dejan sentir la autenticidad de un lugar que sobrevive como uno más dentro de la ruta maya, con usos y costumbres, con historia y con gente que sonríe mientras camina hacia su día a día.

¿Qué Tulum quieres vivir? ¿El del yoga por las mañanas con música perfectamente seleccionada mientras desayunas fruta fresca e infusión de flor de jazmín? ¿O el de las calles con marisquerías tradicionales, cocina maya, guayaba rosa en la esquina y tortillas hechas a mano para acompañar un pescado Tikin Xik? Todo depende de lo que uno esté buscando en estos días de escape, de liberación de esa sensación de asfixia que pueden provocar las ciudades donde parece que nos olvidamos de todo lo que somos para sólo darle atención a todo lo que hacemos.

En mi caso escogí una especie de punto medio. Sobretodo porque no hago Yoga. Y es que la última vez que lo intenté descubrí que me dolían partes del cuerpo que no sabía que existían, así que mejor me quedo con mi versión particular de fitness. Atravesé las puertas de Coral by Ana y José, un hotel que le hace honor a quienes fueron unos de los pioneros del destino y creadores no sólo de conceptos, sino de experiencias. Ahora, este hotel que está realizando la migración hacia un hotel familiar, de esos que escasean en el destino, redefine el significado de lujo y paz dentro de sus habitaciones que, dicho claramente, no son muchas pero son más que suficientes.

En la pequeña terraza observo la pequeña alberca privada que me ha recibido en un par de ocasiones mientras la lluvia le da el toque perfecto al clima que buscaba -insisto, no creo que la mayoría de huéspedes compartan esta visión- y entiendo que este hotel está pensado para desconectarse y reencontrar el camino que se va borrando en la vorágine del trabajo diario.

Pero les digo que escogí el punto medio porque en cuanto deja de llover salgo a tomar un taxi que me lleve por un Coctel de Camarón a uno de los grandes clásicos del lugar y un café a la insignia de Av. Tulum, esa línea de concreto que parte en dos el pueblo y en donde se conecta, básicamente, todo lo que vale la pena caminar entre un punto y otro de este pequeño destino. Así, con un espresso en el estómago que ayude a la digestión de los extras que comí que no les cuento por simple decencia y pudor, me detengo a mitad de la calle a ver pasar la vida de quienes le dan motor todos los días al lugar.

Ahí está el chofer del taxi y la pareja de gringos que pelean en un camellón por saber quién no pagó la renta del mes. Ahí está el vendedor de atrapasueños que platica con el taquero mientras observan a dos turistas caminar por la calle buscando el mejor souvenir. Al fondo alcanzo a ver al delgado joven que sigue entrado en su plato gigante de pescado que se ha vuelto, creo, un reto personal que comenzó antes de que yo llegara a la marisquería y que sigue aún a pesar de que yo ya voy en el postre en otro lugar. Me quedo ahí mirando a la gente hasta que la luz empieza a escasear y se que pronto los mosquitos harán su acto de grandeza que dura, más o menos, una hora.

Entonces regreso a mi hotel. Saludo a quienes han sido parte de esta semana de mi vida y llego al cuarto a prepararme un café de cápsula en la máquina Nespresso que forma parte de las amenidades. Salgo a la terraza de nuevo y me siento frente a la computadora a escuchar las olas romperse en la playa que está a menos de 20 metros de donde me encuentro sentado. Le pongo reproducir a mi lista de bandas sonoras y comienza el piano de Ludovico Einaudi.

Y es en ese momento en el que entiendo que Tulum tiene más para mi de lo que yo pensaba. Es un destino de paz y de relajación que me ayuda a reconectar ideas, a crear historias y volver a armar los pedazos rotos por el uso o desuso de ciertos momentos. Reconsidero mi calendario vacacional y entiendo por qué se volvió un destino que mercados y personajes importantes voltean a ver y en donde buscan echar algún tipo de raíces que los ligue de manera fundamental a este espacio de tierra blanca y playas que casi podrían ser vírgenes.

Entonces camino hacia la playa. Me brinco la barda que divide mi habitación del jardín y llego a la arena. Es de noche y apenas se pueden ver las estrellas en el cielo. Las escasas luces de los hoteles y restaurantes vecinos pintan ligeramente de destellos el camino a mi derecha y a mi izquierda, bañados esporádicamente por la luz de celulares y lámparas de otros viajeros que salieron a sentir la arena bajo sus pies al mismo tiempo que yo. Miro a mi izquierda y me imagino a la distancia las ruinas de la antigua ciudad ceremonial maya que da nombre a este destino. Miro a mi derecha e intuyo la Reserva de Sian Ka’an, uno de los paraísos que me atan inexorablemente a este país lleno de grandeza. Y entonces me cae el veinte… es el quinto día de mi viaje y mi celular está en el fondo de mi maleta, abandonado por la falta de conexión a la red desde que llegué al hotel. Agradezco la suerte de haber llegado aquí. Cierro los ojos y pienso en las primeras palabras de este texto. En cuanto me llegan a la mente, sonrío sabiendo que no se me olvidarán tan fácilmente.

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